Dedicatoria e Indice
Presentación
La ciudad
Conferencia de Nápoles
Lamentos sobre la ciudad
Algunas notas sobre la cuestión de las periferias
Los lugares no tienen memoria
Metrópolis y Provincia
1984 o la era del hombre mosquito
El tráfico
Lugar, ciudad y transportes. El caso de Logroño
El medio ambiente y sus enemigos
Carril Bici
El patrimonio histórico
Ciudad y Casco Antiguo: siete notas
Arquitectura y Patrimonio
Partes de la ciudad
La piel de la ciudad
Huecos Urbanos
A vueltas con las plazas duras
La calle Duquesa de la Victoria
A corazón abierto
Es cultura urbana
El sentido de lo público
Los profesionales de la ciudad
De hidalgo a chivo
Ligar o teorizar
Arquitectos e ingenieros
Ciudades
Nueva York
Del seny al disseny
Berlín
Estocolmo. La ciudad y el agua
La heroica Logroño
Mirar en contraste
Anguciana, capital Perú
Arquitectos y edificios insignes
Rafael Moneo y el Ayuntamiento de Logroño
Las verdaderas fotos del lugar Atocha
Un silo muy cursi en Santander
El patio de mil casas no es particular
Libros
Memorias Bohigas
Pritzker Moneo
Moral y Arquitectura. David Watkin
Caos, ciudad y laberinto
Construyendo en el aire
Arquitectónica. José Ricardo Morales
Diferencias. Topografía de la ciudad contemporánea. Ignacio Solá-Morales
Cartas
Carta a la revista UR. Director: Manuel Solá-Morales
Carta a un estudiante de arquitectura
viernes, 30 de marzo de 2007
CARTA A UN ESTUDIANTE DE ARQUITECTURA
(Tal cual, esta es una carta a un estudiante de Arquitectura que tenía que hacer un trabajo de curso.)
Me ha pedido tu padre que te enviase algunas referencias teóricas sobre la Arquitectura para que encadenases luego tú una reflexión general que, según me dice, te han pedido como trabajo de curso.
Una muy buena reflexión, similar a la que te piden, puede ser la voz Arquitectura del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa en la editorial Planeta. Lo encontrarás en cualquier biblioteca y aún en las librerías.
En cualquier caso siempre es bueno incluir en una reflexión de estudiante la propia etimología de la palabra y lo que se puede deducir de ello, y luego las definiciones más famosas.
En cuanto a la etimología has de saber que es antes el arquitecto que la arquitectura, porque arquitecto no significa nada más que arqui (el jefe) de los tectos (albañiles). La construcción, como la música sinfónica, es una obra colectiva, y para tener una mínima coherencia necesita un director. Lo que salga de ello no sabremos aún si es o no Arquitectura con mayúsculas, y si esa arquitectura estará más o menos ligada a la expresión colectiva de la época o a los devaneos artísticos del arquitecto.
En la línea de la etimología, Adolf Loos decía que un arquitecto no es más que un albañil que sabe latín, mientras que Mies van der Rohe afirmaba que la arquitectura nace cuando ponemos un ladrillo junto a otro con esmero.
William Morris, sin embargo, en su famosa definición (que podrás encontrar en la Historia de la Arquitectura Moderna de Leonardo Benévolo) extendía la definición de Arquitectura a toda intervención humana sobre la corteza terrestre exceptuando el desierto. Si Dios, sea mal o buen arquitecto, es el responsable de la arquitectura celestial, los hombres, según Morris somos siempre arquitectos (generalmente malos) cuando alteramos la naturaleza y nos apropiamos de los lugares.
Hay un pasaje interesante en el Nuevo Testamento cuando en no se qué monte, Jesucristo al encontrarse muy a gusto con sus apóstoles les dice: “construyamos tres tiendas en este lugar”. La construcción aparece así como el acto humano de señalización y apropiación de un lugar, y ese carácter significativo trascenderá siempre el propio hecho constructivo y adquirirá el distintivo de “arquitectura”. Esas tiendas, serán templo, y desaparecidos los dioses, “patrimonio de la humanidad” o cualquier martingala de esas que declaran la UNESCO y los gobiernos.
Claro que también la construcción se transfigura en escultura humanizándose: la arquitectura griega no es otra cosa que la “esculturización” de la construcción. Cuando un pilar, o una junta entre muro y suelo son tratados con la delicadeza de una moldura, la arquitectura aflora. En este último sentido, toda construcción en la que no haya un interés escultórico no merece ser llamada arquitectura.
En fin, espero que con estas referencias puedas ponerte a divagar y a llenar folios para que tus profesores te aprueben. Y si no eres proclive a las divagaciones, agarra cualquier manual de teoría de arquitectura, de los innumerables que hay, y cópiate media docena de páginas, que copiar siempre es sano y los profesores casi nunca nos leemos los trabajos de los alumnos.
martes, 27 de marzo de 2007
CARTA A LA REVISTA UR/ director Manuel Solá-Morales
Revista UR / Laboratorio de Urbanismo de Barcelona
Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona
Aquí en Periferia, es decir, en Logroño, he recibido el número 9-10 de vuestra revista. He dedicado unas cuantas horas a leerla-traducirla-interpretarla, y después de tamaño esfuerzo me he preguntado si había entendido algo; y para ser sincero conmigo mismo y no engañarme con la necesidad de tener que sacar alguna rentabilidad a mi trabajo, me he contestado que no.
No sé si vuestro nivel de conocimientos y comprensión del mundo es alto o bajo. Lo que sí que puedo deciros es que vuestro nivel de comunicación está muy próximo a lo que todavía aquí se entiende por “cero absoluto”. Heidegger a vuestro lado me resulta agua cristalina.
Quiero creer que lo que me habeis enviado es un álbum de fotos y apuntes de vuestras reuniones que, como habitantes de metrópolis, las exhibís sin ningún tipo de pudor.
Puesto que aquí en Periferia aún tenemos un poco de decencia y creemos en la comunicabilidad, os rogaría que os guardaseis de ahora en adelante de enviarme nuevos números de vuestra revista.
Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona
Aquí en Periferia, es decir, en Logroño, he recibido el número 9-10 de vuestra revista. He dedicado unas cuantas horas a leerla-traducirla-interpretarla, y después de tamaño esfuerzo me he preguntado si había entendido algo; y para ser sincero conmigo mismo y no engañarme con la necesidad de tener que sacar alguna rentabilidad a mi trabajo, me he contestado que no.
No sé si vuestro nivel de conocimientos y comprensión del mundo es alto o bajo. Lo que sí que puedo deciros es que vuestro nivel de comunicación está muy próximo a lo que todavía aquí se entiende por “cero absoluto”. Heidegger a vuestro lado me resulta agua cristalina.
Quiero creer que lo que me habeis enviado es un álbum de fotos y apuntes de vuestras reuniones que, como habitantes de metrópolis, las exhibís sin ningún tipo de pudor.
Puesto que aquí en Periferia aún tenemos un poco de decencia y creemos en la comunicabilidad, os rogaría que os guardaseis de ahora en adelante de enviarme nuevos números de vuestra revista.
lunes, 26 de marzo de 2007
DIFERENCIAS. TOPOGRAFIA DE LA ARQUITECTURA CONTEMPORANEA
de Ignasi Solá-Morales
(El texto que sigue es un fragmento de una carta a mi amigo Victor García Oviedo, de Julio de 1996, en el que aprovecho para aconsejar otras lecturas de filosofía y arquitectura.)
Acabé ayer la lectura del libro de Ignaci Solá-Morales que me recomendaste. Una valoración muy muy sintética sería la siguiente: Cada artículo aislado es bastante blando en sí mismo y las referencias filosóficas certeras pero vagas. Juntos todos ellos adquieren mucho mayor peso en cuanto a las referencias exteriores, pero adolecen entonces de la ausencia de un nervio interior y de ser escasamente pedagógicos. Me explico: hay un empeño muy loable, que me ha sorprendido agradablemente, de ligar pensamiento arquitectónico y marco filosófico, si bien tengo mis dudas de que los arquitectos protagonistas de la historia hayan sido siempre conscientes de esa relación, tal y como parece sostener Solá-Morales. Más bien, creo que se trata de buenas intuiciones, o aciertos del azar. El mejor artículo, sin duda, es el que hace referencia al Existencialismo y las crisis del movimiento moderno. Menos clara es la relación de la arquitectura con el pensamiento marxista de los sesenta y el repliegue de la disciplina hacia los “fundamentalismos”: hay varias interpretaciones de la “tendenza” en distintos artículos, no muy coherentes entre sí y otros apuntes más o menos válidos, pero insisto, sólo hilvanados, y escasamente pedagógicos para quien quiera entender algo, bien de filosofía o bien de arquitectura.
Lo peor sin duda del libro es su aceptación del fin de la historia y el aplauso a los “pliegues” en que se refugia la arquitectura o a la propia arquitectura concebida como acontecimiento, porque esa postura no deja de ser sino una velada manifestación autobiográfica. La blandura de Ignaci en ese punto es francamente detestable y así se lo hice saber desde mi butaca en la sala de un congreso sobre la ciudad celebrado el año pasado en Alicante : sus clases magistrales pertenecen a un género que es entretenido, e incluso estimulante para el receptor, pero que es sobre todo “autocomplaciente” para el orador, quien actúa como una nueva “starlet” del pensamiento tejiendo imágenes con la habilidad de un trapecista o de un montador de anuncios para televisión. Un pensador no es eso, le dije. Y mucho menos, un pensador que dirige la reconstrucción del Liceo de Barcelona. (Luis Racionero al día siguiente, me dijo que lo que había dicho estaba muy bien pero que si quiero llegar a “ser alguien” “eso no se hace”...; y es que por lo visto debe haber un gremio tácito o clandestino de figurones.)
El artículo titulado “Sadomasoquismo. Crítica y práctica arquitectónica”, es en ese sentido bastante indignante. Compáralo por ejemplo con la entrada “Crítico” del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa (¿aún no te lo has comprado?/ya estás bajando a por él/ sólo por leer la voz Artista ya vale la pena/la voz Arquitectura la has podido leer en ELhALL12). Hay un peloteo entre Ignasi y las estrellas de la arquitectura muy cercano al del Galiano o al del Verdú, y eso no es masoquismo ni sadismo, sino simple y frívola cama redonda.
Ahora bien, que buena parte del libro de Ignaci gire entorno a la Conferencia de Heidegger en 1951 sobre Construir, Habitar, Pensar, quiere decir que está bien informado y sabe por dónde van los tiros. Otro de los momentos más felices del libro es la pag. 148 en que narra de un modo muy particular y acertado la relación de Le Corbusier con la técnica, si bien se ve que no tiene ni repajolera idea de Jünger cuando a continuación lo menciona como “decidido cantor del nuevo hombre de la civilización técnica ” (pág. 149) citando su obra el El trabajador, que es meramente descriptiva de la situación entreguerras, y no mencionando ni siquiera La emboscadura que es su libro de tesis sobre la cuestión. Lamentable.
De Heidegger en adelante Ignaci se va hacia Deleuze, que es filósofo mas próximo al cuento del fin de la historia y a la blandenguería poética y ahí es donde creo conveniente señalar que HAY OTROS CAMINOS. En el territorio del pensamiento, el más profundo y desarrollado de Heidegger en adelante, creo que está en Emanuele Severino: Hazte por ejemplo con La tendencia fundamental de nuestro tiempo, editorial Pamiela, que es un libro hermoso, como todos los de buena filosofía, y que aunque escrito en 1989 tocando asuntos de geoestrategia que han quedado obsoletos, su trasfondo filosófico es impresionante y mucho más fácil de entender en este texto que en otros suyos más herméticos o académicos, como por ejemplo La esencia del nihilismo.
Quisiera aconsejarte en este sentido que recondujeses tus lecturas de “ética” hacia la ontología porque sin un fundamento teológico o sin un fundamento ontológico, no tiene mucho sentido hablar de ética. En el libro de Severino que te recomiendo hay un capítulo titulado “La ética de la ciencia” que es un claro ejemplo de lo que te digo.
Sobre los “otros caminos” por los que cabe pensar en arquitectura, tengo más dudas así que sigo “creyendo” que El modo intemporal de construir/Un lenguaje de patrones de Christopher Alexander, es un mineral en bruto que hay que trabajar. O el nuevo Giorgio Grassi, acaso, sea otra de las referencias más interesantes (ni uno ni otro aparecen para nada en el libro de Ignaci) en su interpretación de las arquitecturas ligadas al lugar y abiertas al tiempo. Seguramente tendré que salir de dudas en este terreno si me animo a empezar mi tesis doctoral.
(El texto que sigue es un fragmento de una carta a mi amigo Victor García Oviedo, de Julio de 1996, en el que aprovecho para aconsejar otras lecturas de filosofía y arquitectura.)
Acabé ayer la lectura del libro de Ignaci Solá-Morales que me recomendaste. Una valoración muy muy sintética sería la siguiente: Cada artículo aislado es bastante blando en sí mismo y las referencias filosóficas certeras pero vagas. Juntos todos ellos adquieren mucho mayor peso en cuanto a las referencias exteriores, pero adolecen entonces de la ausencia de un nervio interior y de ser escasamente pedagógicos. Me explico: hay un empeño muy loable, que me ha sorprendido agradablemente, de ligar pensamiento arquitectónico y marco filosófico, si bien tengo mis dudas de que los arquitectos protagonistas de la historia hayan sido siempre conscientes de esa relación, tal y como parece sostener Solá-Morales. Más bien, creo que se trata de buenas intuiciones, o aciertos del azar. El mejor artículo, sin duda, es el que hace referencia al Existencialismo y las crisis del movimiento moderno. Menos clara es la relación de la arquitectura con el pensamiento marxista de los sesenta y el repliegue de la disciplina hacia los “fundamentalismos”: hay varias interpretaciones de la “tendenza” en distintos artículos, no muy coherentes entre sí y otros apuntes más o menos válidos, pero insisto, sólo hilvanados, y escasamente pedagógicos para quien quiera entender algo, bien de filosofía o bien de arquitectura.
Lo peor sin duda del libro es su aceptación del fin de la historia y el aplauso a los “pliegues” en que se refugia la arquitectura o a la propia arquitectura concebida como acontecimiento, porque esa postura no deja de ser sino una velada manifestación autobiográfica. La blandura de Ignaci en ese punto es francamente detestable y así se lo hice saber desde mi butaca en la sala de un congreso sobre la ciudad celebrado el año pasado en Alicante : sus clases magistrales pertenecen a un género que es entretenido, e incluso estimulante para el receptor, pero que es sobre todo “autocomplaciente” para el orador, quien actúa como una nueva “starlet” del pensamiento tejiendo imágenes con la habilidad de un trapecista o de un montador de anuncios para televisión. Un pensador no es eso, le dije. Y mucho menos, un pensador que dirige la reconstrucción del Liceo de Barcelona. (Luis Racionero al día siguiente, me dijo que lo que había dicho estaba muy bien pero que si quiero llegar a “ser alguien” “eso no se hace”...; y es que por lo visto debe haber un gremio tácito o clandestino de figurones.)
El artículo titulado “Sadomasoquismo. Crítica y práctica arquitectónica”, es en ese sentido bastante indignante. Compáralo por ejemplo con la entrada “Crítico” del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa (¿aún no te lo has comprado?/ya estás bajando a por él/ sólo por leer la voz Artista ya vale la pena/la voz Arquitectura la has podido leer en ELhALL12). Hay un peloteo entre Ignasi y las estrellas de la arquitectura muy cercano al del Galiano o al del Verdú, y eso no es masoquismo ni sadismo, sino simple y frívola cama redonda.
Ahora bien, que buena parte del libro de Ignaci gire entorno a la Conferencia de Heidegger en 1951 sobre Construir, Habitar, Pensar, quiere decir que está bien informado y sabe por dónde van los tiros. Otro de los momentos más felices del libro es la pag. 148 en que narra de un modo muy particular y acertado la relación de Le Corbusier con la técnica, si bien se ve que no tiene ni repajolera idea de Jünger cuando a continuación lo menciona como “decidido cantor del nuevo hombre de la civilización técnica ” (pág. 149) citando su obra el El trabajador, que es meramente descriptiva de la situación entreguerras, y no mencionando ni siquiera La emboscadura que es su libro de tesis sobre la cuestión. Lamentable.
De Heidegger en adelante Ignaci se va hacia Deleuze, que es filósofo mas próximo al cuento del fin de la historia y a la blandenguería poética y ahí es donde creo conveniente señalar que HAY OTROS CAMINOS. En el territorio del pensamiento, el más profundo y desarrollado de Heidegger en adelante, creo que está en Emanuele Severino: Hazte por ejemplo con La tendencia fundamental de nuestro tiempo, editorial Pamiela, que es un libro hermoso, como todos los de buena filosofía, y que aunque escrito en 1989 tocando asuntos de geoestrategia que han quedado obsoletos, su trasfondo filosófico es impresionante y mucho más fácil de entender en este texto que en otros suyos más herméticos o académicos, como por ejemplo La esencia del nihilismo.
Quisiera aconsejarte en este sentido que recondujeses tus lecturas de “ética” hacia la ontología porque sin un fundamento teológico o sin un fundamento ontológico, no tiene mucho sentido hablar de ética. En el libro de Severino que te recomiendo hay un capítulo titulado “La ética de la ciencia” que es un claro ejemplo de lo que te digo.
Sobre los “otros caminos” por los que cabe pensar en arquitectura, tengo más dudas así que sigo “creyendo” que El modo intemporal de construir/Un lenguaje de patrones de Christopher Alexander, es un mineral en bruto que hay que trabajar. O el nuevo Giorgio Grassi, acaso, sea otra de las referencias más interesantes (ni uno ni otro aparecen para nada en el libro de Ignaci) en su interpretación de las arquitecturas ligadas al lugar y abiertas al tiempo. Seguramente tendré que salir de dudas en este terreno si me animo a empezar mi tesis doctoral.
ARQUITECTONICA / José Ricardo Morales
(Publicado en el nº 48 de la revista Archipiélago.)
A la hora de reseñar un libro lo primero que hay que decir al lector de la reseña es si vale la pena leer el libro reseñado, o si leerlo va a ser para él un gozo o, incluso, si le será de utilidad. En el caso de que el libro en cuestión, además de incremento de conocimiento del lector, pueda ser, con toda probabilidad, una referencia insoslayable para él, el reseñista ha de aconsejar claramente sobre su compra y tenencia. Pues bien, puestas estas reglas del juego, resuelvo esta reseña diciendo al lector de la misma que vaya y se lo compre, que lo lea, que lo subraye y que lo guarde entre los diez libros de teoría de la Arquitectura que han de constituir su mejor fundamento de saber arquitectónico.
Y cuando haya acabado el lector con ese proceso, rásguese las vestiduras maldiciendo al mundo editorial de la arquitectura por habernos privado a los lectores españoles durante más de treinta años de un libro de tal cualidad mientras se ha publicado tanta basura. Item más, antes incluso de quitarse los harapos, llénese una buena copa del mejor vino y brinde por la afinidad o incluso por la amistad de un hombre tan cercano en las preocupaciones y tan lejano geográficamente como pueda ser José Ricardo Morales, un malagueño emigrado a Chile en 1939, de quien yo no tenía ni idea, pues nunca nadie me había hablado de él ni en las escuelas, ni en las páginas de arquitectura de revistas y periódicos. Bueno, y como un vino siempre es poco, póngase luego otro para celebrar que, aunque tarde, las cartas siempre llegan, y que eso es lo bueno de ser lector.
Dicho todo esto, resumir los contenidos del libro, hacer alguna correción, o sugerir alguna adenda (tareas propias del reseñista) me parece poco pertinente, sobre todo porque con dos vinos en ayunas ya me he puesto muy alegre, y con los ojos chispeantes sólo se me ocurre contar dos tres cosas sueltas que las mismas tres partes del libro me han traído a la memoria.
Cuando era joven e inexperto y me había recién instalado en provincia, tuve la ocurrencia de presentar una comunicación a un Congreso de Historia y Arte, en la que trataba de pensar, sí, sólo pensar, sobre unas casas solariegas del siglo XVIII, aquí en La Rioja. Los organizadores prestaron escasa atención cuando la leí, porque iba firmaba por un arquitecto y no un historiador, y posteriormente recibí una carta en la que un, así llamado, “comité científico” del Congreso desestimaba su inclusión en la publicación de las Actas del mismo. A los tipos que organizaron tal Congreso o a los eruditos del “comité científico”, de cuyos nombres no quiero acordarme, les dedico (y me pongo un vino más) la primera parte del libro de Morales en la que ridiculiza con humor y elegancia, y pulveriza inmisericorde, a toda esa forma de hacer historia estilo siglo XIX (¡pero aún vigente en mi provincia, ...y en tantas otras...ay!) que considera que la arquitectura son colecciones de hechos, o leyes de procesos.
Animado como estoy con tres vinos, felicito seguidamente a José Ricardo Morales por la crítica tan certera que en la segunda parte del libro hace a las teorías clásicas, para las que la arquitectura es un objeto formal concluso, o a las funcionalistas, en las que se confunde el tocino con la velocidad. La crítica a la arquitectura conclusa es del máximo interés y conecta directamente con las propuestas de Manuel Iñiguez de una arquitectura abierta al tiempo y al lugar (véase Archipiélago nº 34-35, pág. 100). La teoría espacial, a la que le da un tercer sillón, creo que no es sino parte de la propia teoría clásica, y que ahí se despistó un poco Morales por el reciente éxito, en aquel entonces, del best seller de Zevi (al que le da un merecido varapalo), y porque acaso la idea del espacio podía ensombrecer la mucho más intensa de lugar (pág.128) a la que dará paso en la tercera parte de su libro.
Hace algún tiempo, en la Historia de la Teoría de la Arquitectura de Hanno-Walter Kruft, me sorprendió encontrar entre los primeros tratados sobre arquitectura las famosas Etimologías de Isidoro de Sevilla. No he tenido nunca acceso a tan famoso libro, pero el de José Ricardo Morales, bien pudiera ocupar su lugar por cuanto que el método utilizado para fundar una teoría de la arquitectura no es otro que el etimológico: con sólo atender a lo que dicen y nombran las palabras ya tenemos el saber teórico en nuestra mano y ya podemos, por tanto, “hacer” arquitectura. A partir de ahí cumplimenta y complementa a Heidegger ensanchando el sentido del habitar de la arquitectura, hacia el poblar de la ciudad; todo muy bien, y lo de la representatividad de la arquitectura que luego añade, también. Pero creo que al final no acierta del todo con la crítica a la ciudad extensa como amenaza pública a la arquitectura (pág. 203). Si el esfuerzo teórico es un esfuerzo etimológico, el fin de la arquitectura no es tanto su extensión indefinida (metrópoli) como el mal que va asociado a su exagerada magnitud en el viejo mito de la torre de Babel, –aunque no tomada ahora como confusión de lenguas sino como enajenación de la propia. Para muestra un botón: la colección de la editorial Biblioteca Nueva en que se publica el libro de Morales se llama mismamente “Metrópoli” y se subtitula “Los espacios de la arquitectura” (!!??). Si la colección se hubiera llamado “Claudia Schiffer”, y subtitulada “Manuales de Estética”, no hubiera sido mucho más desacertado y es posible que tendría más ventas.
Pero no se me haga mucho caso de lo que digo, que seguro que es por efecto del vino de la celebración.
sábado, 24 de marzo de 2007
CONSTRUYENDO EN EL AIRE
Reseña de COSMOPOLITAS DOMESTICOS/ Javier Echeverría
(Este es uno de las pocos escritos realizados “por encargo” de la revista Archipiélago, y de ahí su tono coloquial, –casi epistolar.)
Estoy hecho un verdadero lío; así que perdóneme el lector, el director de esta revista, el autor del libro y sus amigos –y perdóneme también la palabra que quiere hablar por mi boca–, pero para poder decir algo sensato de Cosmopolitas domésticos creo que tengo que desenredarme previamente ante todos Vds. Llevo ya bastante tiempo dando vueltas en torno a los dos últimos trabajos de Javier Echeverría y ayer me llamó la redactora jefe de Archipiélago para decirme que iban ya a cerrar la edición y que tenía apenas unas horas para escribir mi reseña.
Voy por partes. Primero fue Félix de Azúa el que recomendó Telepolis como un libro de interés. Leí la solapa y le contesté airadamente que un tal M.W.Weber me había cargado ya bastante a comienzos de los setenta con sus historias de los “dominios urbanos ilocales”, esto es, con la posibilidad de estar interconectado con un ser humano que vivía en la otra esquina del planeta e ignorar al vecino de mi rellano de escalera. Azúa se enfadó ante mi insolencia, claro está, pero es porque aún no sabía entonces que la voz que trata de hablar por mi boca es justamente la voz del lugar, la voz del vecino, la del cuerpo, la del ser (¡caramba!), y no ninguna voz perdida en el éter, ninguna voz llamada cultura, producto o intercambio, como esas con las que precisamente se construyen telépolis.
Esa voz que quiere hablar en mí es tozuda, digo, pero también afirmo que soy un sentimental y que para perdonarme lo mal que me había portado con mi consejero me compre este año, en cuanto salió, Cosmopolitas domésticos. El director de Archipiélago se enteró de que estaba yo en la tarea y sin pensárselo ni una fracción de segundo me encargó un comentario para su revista. “Eso sí, Juan –me dijo–, sé sensato y moderado; mira que Javier Echeverría es una de las pocas personas que piensa en este país con cierta enjundia, con madurez; es decir, que no es de esas personas a las que debamos increpar desde la indigencia de nuestras islas; utiliza argumentos sólidos y de peso, como los que usa él mismo... etc., etc.”. Un encargo imposible, desde luego, pues me pide educación y cortesía cuando él sí que sabe que mi áspera voz de “lugareño” no puede sino alzarse violentamente contra la templada voz del “cosmopolita”.
El tercer nudo de este enredo es más que doméstico: cada dos años los profesores de la Escuela de Artes y Oficios de Logroño solemos hacer una exposición colectiva de esas pinturillas y esculturas con las que nos desahogamos entre clase y clase. Como acostumbran a ser un caos de inconexión, se pensó este año en un tema que la vertebrase. Acababa yo de leer en la página 22 de Cosmopolitas domésticos que el autor no se proponía “pintar la nueva casa (la del teléfono, televisión y ordenadores interconectados) sobre un lienzo”, así que les dije a mis compañeros a ver qué les parecía leerse el libro y probar a pintarla nosotros. La respuesta fue un sí unánime y hemos invitado a Javier Echeverría a que vea como pueden tomar forma sus reflexiones. Nuevamente se me plantea ser un anfitrión cortés y hospitalario, como corresponde a las gentes de esta tierra.
Pero mientras tanto y sin embargo, mis pensamientos –o los de esa tenebrosa voz del lugar, del cuerpo, del vecino y del ser de las cosas–, son tan violentos contra lo que dice Javier Echeverría en su libro que no puedo acallarlos aunque quisiera. Por buscarles a estos pensamientos una referencia, he pensado que conectan perfectamente con una memorable columna de Rafael Sánchez Ferlosio en El País sobre el famoso escándalo político policial de las escuchas telefónicas. Argumentaba maliciosamente Sánchez Ferlosio más o menos así: fascinados los policías y los políticos ante la capacidad cuasi mágica del aparatito inventado (y adquirido) para oír las conversaciones ajenas, ¿cómo no utilizarlo?, ¿cómo no ver en él una “fuente de bienes” para el poseedor del aparatito? Pues bien, algo de esa misma enajenación creo que le ha tocado a Javier Echeverría, y si no me creen, lean conmigo el comienzo del capítulo diez: “desde el punto de vista del fomento de las libertades individuales y de la creación de la ciudad igualitaria, el cambio más profundo y esperanzador que se está produciendo en las casas proviene de las redes telemáticas” (!!) (??)
En estas mismas páginas y sección, reseñando Telepolis, José Angel González Sainz ya le advertía a Echeverría que “nada se me antoja más lejano a la profundización de la democracia que la lejanía” y que en caso de aceptar la ciudad de las lejanías sería en la desesperanza de que “sólo en la pantalla somos capaces de soportarnos”, y que en tal caso, “la única forma de vivir que nos hemos ganado, sea el televivir”. A la vista de lo leído en Cosmopolitas domésticos creo que Echeverría no ha escuchado debidamente tan acertado aviso y que comete en su nuevo libro el mismo error de llamar esperanza a la desesperanza.
Aún más y ahí voy yo: Cosmopolitas domésticos está escrito sobre una metáfora que es para mí (el lugareño) una blasfemia: la de dar a los aparatitos el nombre de los lugares. Y así, a la televisión le llama ventana, a un código numérico, puerta, al teléfono, calle, y a un ordenador conectado a un enchufe, estancia. Pues bien, esos lugares piden mi voz para invocar un respeto. El mismo respeto que me pide invocar también la propia tarea filosófica, que es la de dar el nombre a las cosas y no el de andar con ocurrencias simpáticas. Si me lo permiten los amigos, el autor, y el director de esta revista, diré –para desagraviar a los lugares y a la filosofía– que Cosmopolitas domésticos es un libro que, pasado por las manos de un espabilado jefe de prensa de una multinacional de los aparatitos, con sólo limar un poco la enjundia de la prosa de Echeverría, podría convertirse sin mucho esfuerzo en el perfecto manual de instrucciones de los vendedores de la multinacional; e incluso, extractando algunas frases y poniéndoles una ilustración adecuada, hasta podría confeccionarse, a partir de él, un exitoso catálogo de ventas. Hasta ese punto llegan, a mi entender, los eufemismos con que se construye el libro.
Y es que no hay peor argumentación ni peor filosofía que la que se edifica sobre una fe: por ejemplo, y no es nuevo el caso, la de que la técnica facilitará nuestro acceso a la libertad.
(Este es uno de las pocos escritos realizados “por encargo” de la revista Archipiélago, y de ahí su tono coloquial, –casi epistolar.)
Estoy hecho un verdadero lío; así que perdóneme el lector, el director de esta revista, el autor del libro y sus amigos –y perdóneme también la palabra que quiere hablar por mi boca–, pero para poder decir algo sensato de Cosmopolitas domésticos creo que tengo que desenredarme previamente ante todos Vds. Llevo ya bastante tiempo dando vueltas en torno a los dos últimos trabajos de Javier Echeverría y ayer me llamó la redactora jefe de Archipiélago para decirme que iban ya a cerrar la edición y que tenía apenas unas horas para escribir mi reseña.
Voy por partes. Primero fue Félix de Azúa el que recomendó Telepolis como un libro de interés. Leí la solapa y le contesté airadamente que un tal M.W.Weber me había cargado ya bastante a comienzos de los setenta con sus historias de los “dominios urbanos ilocales”, esto es, con la posibilidad de estar interconectado con un ser humano que vivía en la otra esquina del planeta e ignorar al vecino de mi rellano de escalera. Azúa se enfadó ante mi insolencia, claro está, pero es porque aún no sabía entonces que la voz que trata de hablar por mi boca es justamente la voz del lugar, la voz del vecino, la del cuerpo, la del ser (¡caramba!), y no ninguna voz perdida en el éter, ninguna voz llamada cultura, producto o intercambio, como esas con las que precisamente se construyen telépolis.
Esa voz que quiere hablar en mí es tozuda, digo, pero también afirmo que soy un sentimental y que para perdonarme lo mal que me había portado con mi consejero me compre este año, en cuanto salió, Cosmopolitas domésticos. El director de Archipiélago se enteró de que estaba yo en la tarea y sin pensárselo ni una fracción de segundo me encargó un comentario para su revista. “Eso sí, Juan –me dijo–, sé sensato y moderado; mira que Javier Echeverría es una de las pocas personas que piensa en este país con cierta enjundia, con madurez; es decir, que no es de esas personas a las que debamos increpar desde la indigencia de nuestras islas; utiliza argumentos sólidos y de peso, como los que usa él mismo... etc., etc.”. Un encargo imposible, desde luego, pues me pide educación y cortesía cuando él sí que sabe que mi áspera voz de “lugareño” no puede sino alzarse violentamente contra la templada voz del “cosmopolita”.
El tercer nudo de este enredo es más que doméstico: cada dos años los profesores de la Escuela de Artes y Oficios de Logroño solemos hacer una exposición colectiva de esas pinturillas y esculturas con las que nos desahogamos entre clase y clase. Como acostumbran a ser un caos de inconexión, se pensó este año en un tema que la vertebrase. Acababa yo de leer en la página 22 de Cosmopolitas domésticos que el autor no se proponía “pintar la nueva casa (la del teléfono, televisión y ordenadores interconectados) sobre un lienzo”, así que les dije a mis compañeros a ver qué les parecía leerse el libro y probar a pintarla nosotros. La respuesta fue un sí unánime y hemos invitado a Javier Echeverría a que vea como pueden tomar forma sus reflexiones. Nuevamente se me plantea ser un anfitrión cortés y hospitalario, como corresponde a las gentes de esta tierra.
Pero mientras tanto y sin embargo, mis pensamientos –o los de esa tenebrosa voz del lugar, del cuerpo, del vecino y del ser de las cosas–, son tan violentos contra lo que dice Javier Echeverría en su libro que no puedo acallarlos aunque quisiera. Por buscarles a estos pensamientos una referencia, he pensado que conectan perfectamente con una memorable columna de Rafael Sánchez Ferlosio en El País sobre el famoso escándalo político policial de las escuchas telefónicas. Argumentaba maliciosamente Sánchez Ferlosio más o menos así: fascinados los policías y los políticos ante la capacidad cuasi mágica del aparatito inventado (y adquirido) para oír las conversaciones ajenas, ¿cómo no utilizarlo?, ¿cómo no ver en él una “fuente de bienes” para el poseedor del aparatito? Pues bien, algo de esa misma enajenación creo que le ha tocado a Javier Echeverría, y si no me creen, lean conmigo el comienzo del capítulo diez: “desde el punto de vista del fomento de las libertades individuales y de la creación de la ciudad igualitaria, el cambio más profundo y esperanzador que se está produciendo en las casas proviene de las redes telemáticas” (!!) (??)
En estas mismas páginas y sección, reseñando Telepolis, José Angel González Sainz ya le advertía a Echeverría que “nada se me antoja más lejano a la profundización de la democracia que la lejanía” y que en caso de aceptar la ciudad de las lejanías sería en la desesperanza de que “sólo en la pantalla somos capaces de soportarnos”, y que en tal caso, “la única forma de vivir que nos hemos ganado, sea el televivir”. A la vista de lo leído en Cosmopolitas domésticos creo que Echeverría no ha escuchado debidamente tan acertado aviso y que comete en su nuevo libro el mismo error de llamar esperanza a la desesperanza.
Aún más y ahí voy yo: Cosmopolitas domésticos está escrito sobre una metáfora que es para mí (el lugareño) una blasfemia: la de dar a los aparatitos el nombre de los lugares. Y así, a la televisión le llama ventana, a un código numérico, puerta, al teléfono, calle, y a un ordenador conectado a un enchufe, estancia. Pues bien, esos lugares piden mi voz para invocar un respeto. El mismo respeto que me pide invocar también la propia tarea filosófica, que es la de dar el nombre a las cosas y no el de andar con ocurrencias simpáticas. Si me lo permiten los amigos, el autor, y el director de esta revista, diré –para desagraviar a los lugares y a la filosofía– que Cosmopolitas domésticos es un libro que, pasado por las manos de un espabilado jefe de prensa de una multinacional de los aparatitos, con sólo limar un poco la enjundia de la prosa de Echeverría, podría convertirse sin mucho esfuerzo en el perfecto manual de instrucciones de los vendedores de la multinacional; e incluso, extractando algunas frases y poniéndoles una ilustración adecuada, hasta podría confeccionarse, a partir de él, un exitoso catálogo de ventas. Hasta ese punto llegan, a mi entender, los eufemismos con que se construye el libro.
Y es que no hay peor argumentación ni peor filosofía que la que se edifica sobre una fe: por ejemplo, y no es nuevo el caso, la de que la técnica facilitará nuestro acceso a la libertad.
viernes, 23 de marzo de 2007
CAOS, CIUDAD Y LABERINTO
(Reseña del libro “Borges y la Arquitectura” de Critina Grau, que fue publicado en la revista Archipiélago.)
Los pensadores, o sea, los escritores, rara vez han dedicado reflexiones sostenidas al gran tema de la ciudad. En comparación con la enfermedad, por poner un ejemplo, los urbanistas disponen de muchas menos referencias externas que los médicos. A veces, una novela, ese modo indirecto de decir lo que se piensa, puede traernos el aroma de una ciudad, pero sólo eso, el aroma; o hasta puede dar con la honda descripción de un problema urbano pero, en general, poco más que a modo de paisajismo.
Así que el “espigueo” es el método habitual de trabajo de quienes se ocupan de la ciudad: una frasecita aquí, un verso por allá, una sugerencia en la página tal, una indicación en la página cual; siempre saltando de autor en autor y de libro en libro.
Puestos a buscar a un escritor algo más fecundo, la elección hecha por Cristina Grau es estupenda, aunque desde el primer momento, es decir, desde el título de su trabajo, se equivoque y confunda al lector: Borges y la Arquitectura es un planteamiento equivocado, pues mientras la ciudad para Borges es tema vasto y fecundo, la arquitectura es un asunto casi irrelevante. Todo se explica si atendemos a la condición de la autora: los arquitectos suelen confundir la arquitectura con la ciudad.
Pero desgraciadamente los desaciertos de Grau no se terminan en el título. Mientras que la estructura del libro es excelente (luego hablaré de ello), su contenido es muy malo: mezcla de tesina de literatura con ilustraciones de incipiente erudito en arquitectura, mitificación del objeto estudiado, tufo a sacristía, esteticismo maloliente, etc., etc. La ingenuidad de la autora es tal que incluso introduce en el texto una entrevista personal a Borges en la que éste la desdeña tan educadamente que la autora ni se da cuenta: “Disculpe, Cristina, por un instante la confundí con una periodista” (pág. 175). Y es que poco importa que los hombres nos desdeñen si los tomamos por dioses...; el caso es haber estado con ellos.
Como no puedo aconsejar a nadie la lectura de este libro, entre otras cosas porque leyéndolo me he aburrido bastante y como, sin embargo, tanto la elección del tema como su estructura son acertadas, la obligación de quien lo ha leído es reescribirlo, resumirlo y reelaborarlo en la medida que una reseña lo permita. Veamos.
Del capítulo primero, ese que hace referencia a Buenos Aires, o sea, a la ciudad, puede deducirse en Borges una trayectoria magnífica:
1) Proposición. Dice Borges (ah!, se me olvidaba, lo mejor del libro son las abundantes citas que proporciona): “Que lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso”. (Todos pensamos en Soria, claro), “Pero Buenos Aires (...) permanecerá desierto y sin voz mientras algún símbolo no lo pueble”.
2) Estado de la cuestión. Sigue Borges: “La ciudad está en mí como un poema/ que aún no he logrado detener en palabras”
3) A trabajar. Hay que buscar las palabras y darles sentido con una definición o con un verso:
- Pampa, Suburbio, Arrabal: “De la riqueza infatigable del mundo sólo nos pertenece el arrabal y la pampa”.
- Los almacenes Esquineros: “A mi ciudá de esquinas aureoladas de ocaso”
- Los Patios: “El patio es la ventana/ por donde Dios mira a las almas”; “El patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa.
- Los Nombres Propios de las Calles, Distritos y Lugares: “la liviana calle navegadora Blanco Encalada, las desvalijadas esquinas de Villa Crespo, de San Cristóbal Sur, de Barracas, la majestad miserable de las orillas de la estación de cargas La Paternal y de puente Alsina”.
- El Zaguán y el Aljibe: “lindo es vivir en la amistad oscura/ de un zaguán, de un alero y de un aljibe”.
- Etc.
4) Una valoración a medio camino. “Son más hermosas esas involuntarias bellezas de Buenos Aires que aquellas hechas «con deliberación de belleza»”.
5) Sensación de éxito (falsa, naturalmente). “Mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires”. Como advertía al principio de esta reseña, sólo sabor, aroma, perfume,..., poca cosa.
6) Con el éxito cesa la búsqueda y llega la interiorización de la ciudad: “Antes yo te buscaba en tus confines (...)/ Ahora estás en mí. Eres mi vaga /suerte (...)”
7) Y conclusión: la única ciudad es la de la niñez: “He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires”; “Que no daría yo por la memoria/ De una calle de tierra con tapias bajas”.
Visto lo cual incorporamos a Borges en el carro de Leonardo Benévolo que avisó, con anterioridad, de que la ciudad huye constantemente de nosotros. Aviso que, como ha quedado suficientemente demostrado, aboca a una actitud proustiana: vuelta atrás, moviola a cámara lenta y búsqueda del tiempo y de los espacios perdidos. Nostalgia, vaya. Derrota.
Bueno, y si no hay ciudad ¿qué tenemos? ¿dónde nos encontramos?. Ahí viene la segunda parte del libro (ya les he dicho que estaba estupendamente estructurado): en el laberinto. Atrapados, desorientados y en perpetuo movimiento sin sentido.
Grau se empeña en buscar referencias, clasificar e incluso ilustrar los laberintos borgianos, pero es una tarea absurda porque toda definición de un laberinto es su negación. Así que lo peor del trabajo de la profesora valenciana es que en su desconcierto llegue a confundir el caos con el laberinto (pág. 62 o pág. 128) o que busque el laberinto allí donde aún había ciudad (pág. 125). Frente al caos, el cosmos (utilizo cosmos por oposición a caos y lo asimilo directamente a ciudad por no usar la palabra intermedia “mundo” que daría lugar a más equívocos; vease al respecto De Physis a Polis de A. Escohotado pag. 18), o sea, la ciudad, es lo inteligible. Pero el caos no es el laberinto. El laberinto es construcción surgida en el cosmos para hacer de éste un caos con apariencia de cosmos: una manera de desorientar a los hombres en la totalidad gracias al uso de fragmentos conocidos. Y no sólo destrucción: puesto que la propia trayectoria biográfica de Borges, expuesta en el capítulo primero, muestra una vez más la negación de la ciudad; a posteriori, tras la huida o la ininteligibilidad de ésta no puede quedar el caos (hay que ser muy bruto para no advertir la diferencia), sino el laberinto.
Una última observación sobre el libro: en la página 133 Grau pretende que puesto que los libros se perciben de una manera fragmentaria y sucesiva también son laberintos. Lectores del manuscrito, tan ilustres como Tomás Llorens, Josep Muntañola o Eugenio Trías (a los otros dos que cita en los Agradecimientos no les conozco), tendrían que haberle advertido que semejante disparate no se puede poner por escrito, –ni tan siquiera para tratar de desorientar al reseñista.
martes, 20 de marzo de 2007
MORAL Y ARQUITECTURA/ David Watkin
(No sé para qué escribí este artículo si no tenía dónde publicarlo.)
La lectura del libro Moral y Arquitectura (David Watkin 1977) confirma plenamente la calificación de “pelea entre navajeros” que Azúa hiciera en El País Libros de 23 dic 1983, o más bien, como corregía después, un intento de golpear con raqueta y vestido de franela a la artillería de fabricación alemana.
Que las peleas académicas sean carne de editorial es un síntoma de la debilidad del sector: producción de libros para entretenimiento de aburridos profesores de Arte.
Uno coge cuatro o cinco pasajes de los más exagerados de un autor, los hila con otros cuatro o cinco pasajes subidos de tono de otro autor que sabe ideológicamente cercano al primero, y repite la operación unas cuantas veces. Se construye así un ovillo gordo y fácil de atacar. Dispara, ¡pum!; ¡hundido!. Y se queda tan feliz.
Luego los solapistas de las editoriales escriben “bomba retroactiva”, “valiente ensayo”, “juicio de Nuremberg a los pensadores académicos” que “mantiene al lector en vilo hasta el liberador desenlace”, etc. etc.; cuando bien sabíamos desde el principio cúal era el desenlace, cómo se había construido el objetivo a destruir y por tanto, el grado de “valentía” del autor.
Estrategia tan exitosa fue pronto sacada del ámbito académico, y cuatro años después, Tom Wolfe la emplearía para ridiculizar a los arquitectos de élite (precisamente a los que defiende Watkin), a los “creadores de imagen”, a los “creadores de estilo”, a los artistas de la arquitectura, a las individualidades internacionales, a las estrellas del firmamento de la edificación (¿Quién teme al Bauhaus feroz?, Anagrama).
Probablemente alguien escribirá después un libro para atacar la arquitectura como ejercicio individual y en su ovillo aparecerán cuatro o cinco frases del libro de Watkin. Luego, otro escritor se encargará de difamar a los escritores que van por el mundo en plan estrella gracias a sus ataques a los arquitectos estrella, y así sucesivamente.
Antiguamente un libro aspiraba a plasmar un sistema de pensamiento. Más tarde, uno se conformaba con exponer un “línea de pensamiento”, o a contribuir a ella. Ahora basta con tener un pensamiento para escribir un libro. Incluso, cuando el pensamiento es muy endeble, con plantear una estrategia vale.
Y para pensamiento torpe el de Watkin. La importancia del “zeitgeist” en la arquitectura no es una teoría ni una “línea de pensamiento” que vaya de Puguin a Pevsner; es una evidencia que no necesita demostración. Sólo un historiador del Arte es incapaz de entender que para la arquitectura, el zeitgeist, lejos de ser un estilo o un siroco embaucador de artistas débiles de carácter, como propone Watkin, representa y resume la multiplicidad de factores reales que influyen y determinan la construcción de un edificio: la personalidad del cliente, las condiciones del encargo, la propia formación del arquitecto, la participación de los colaboradores en el proyecto, el lugar, la precisión del proyecto, los medios técnicos y humanos para ejecutarlo, la organización de la obra, la burocracia controladora, etc. etc. etc.
Que Watkin ponga dentro de su diana el culto al proyecto (pág. 23) cuando éste y no otro es el único momento en el que el arquitecto irrumpe en el mundo de la creación de imágenes, demuestra el despiste del historiador.
La observación que Pevsner coloca al inicio del artículo atacado por Watkin (El retorno del historicismo, Estudios sobre Arte, Arquitectura y Diseño) es tan importante y peligrosa que Watkin la ignora, y el propio Pevsner, lamentablemente, olvida desarrollar. Dice así: “La relación entre el historiador de la Arquitectura y el arquitecto contemporáneo ha cambiado fundamentalmente en el siglo XX. En el siglo XIX, el arquitecto, con unas pocas y notables excepciones, era el “historiador arquitectónico”. Pevsner deriva luego el asunto hacia el arquitecto y su relación con la historia, pero no entra a hablar del historiador y su relación con la arquitectura.
Una pena, porque así Pevsner, como Watkin, como toda la Historia del Arte hasta la fecha, siguen incurriendo en el mismo error; una error tan abultado que hasta me da pudor decirlo: la relación del arquitecto con la arquitectura está a mil años luz de la relación del pintor con su cuadro, entre el escritor y su libro, entre el escultor y su escultura, o entre el compositor y su canción. Y la distancia entre el boceto o el proyecto del arquitecto y la ejecución del edificio es, no sólo de índole material, sino incluso temporal. La arquitectura no es otra cosa que la “organización de un proceso”. Christopher Alexander lo ha intentado explicar en El modo intemporal de construir pero nadie le ha hecho caso. La componente de “creación de imágenes” dentro de este proceso es colateral e incluso espúrea. Que toda la tinta que se gaste en hablar de arquitectura lo sea en buscar relaciones entre imágenes, o entre imágenes y Zeitgeist, revela el gravísimo problema que aqueja al entendimiento de la arquitectura como actividad vital y como fenómeno social.
Por poner un ejemplo, si los historiadores se preocupasen un poco más de seguir la pista de las visitas de representantes de materiales de construcción a los despachos de los arquitectos o a las constructoras, es posible que incluso en el acotado tema de la producción de imágenes se empezase a pensar de otro modo. Pero por ahora no parece que en Cambridge ni en ninguna Universidad del mundo, los señores profesores quieran mancharse los zapatos entrando en esos terrenos. Con lo bonito que es andar comparando fotos...
lunes, 19 de marzo de 2007
PRITZKER MONEO
(Carta al Director remitida al diario El País el 23 de mayo de 1996 y no publicada.)
Enterado de que nuestro compatriota madrileño Rafael Moneo ha recibido el llamado Nobel de la Arquitectura, quisiera unirme al homenaje colectivo desde mi pequeña ciudad de Logroño recordando al mundo, y a la ciudad de Madrid en especial, que el invento de las líneas diagonales que ahora lucen los rascacielos de la plaza de Castilla descalabrando la imagen Norte de la ciudad, fue utilizado por el arquitecto Moneo veinte años antes en Logroño pero de una manera mucho más sutil, a saber, en la forma de la planta del Ayuntamiento. El alcance del artilugio, como se puede deducir, es muy superior en mi ciudad que en la capital de España, porque la ciudad es mucho más pequeña; porque la intervención en planta es mucho más estructural que en imagen; y porque el edificio de ayuntamiento es mucho más representativo que el de oficinas de alquiler. No me extraña por tanto que le hayan dado el premio Prizker, porque eso sí que es anticiparse a los tiempos en que las Arquitecturas compiten con las autopistas a descoyuntar la ciudad. Enhorabuena pues.
lunes, 12 de marzo de 2007
MEMORIAS BOHIGAS
(He aquí un par de artículos correspondientes a dos fases de la edición de las Memorias de Bohígas que El País me encargó a través de Tomás Delclós y que luego no quiso publicar.)
En la carrera por el primer puesto en el ranking de popularidad y aparición en los mass-media, la publicación de las Memorias de Oriol Bohígas puede representar un duro golpe para las aspiraciones de Saenz de Oíza. Incluso la dilatación de sus entregas, primero en catalán (Edicions 62), luego fragmentariamente en la revista del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos, y próximamente en español (Anagrama), demuestra la buena estrategia en marketing del catalán. Para no engrosar la lista de sus últimos y desdichados edificios (M-30, Santander, Alhóndiga de Bilbao) quieran los dioses que el contrataque del navarromesetario no se produzca en el terreno de la arquitectura.
Y es que, a diferencia de las ambiciones constructivas de los arquitectos, los escritos hacen mucho menos daño a la ciudadanía; sobre todo si en ellos no cuentan lo que saben. Averiguar pues el alcance de lo que en las Memorias se dice y descubrir lo que se oculta es aquí la labor del reseñista.
Lo primero que se observa al ojear el libro es que todo su contenido está desordenado. La tarea de poner orden a sus recuerdos es algo que Bohígas traslada al lector, quien, inconsciente desconocedor de la cultura del picoteo, se pregunta atónito: ¿y por qué no los ordena el autor? No se preocupe por tan poca cosa que le echo una mano. Los diecisite capítulos que pueden leerse en la publicación fragmentaria del Consejo Superior se podrían agrupar en tres bloques: recuerdos personales de la infancia (cinco), recuerdos personales de la Escuela (otros cinco) y artículos de arquitectura sazonados con toques personales (los siete restantes). Y en este enunciado ya se ha dicho todo: que justamente Bohígas aplica lo autobiográfico allí donde no tiene ningún interés hacerlo. Todos tenemos cerca un ancianito para que nos cuente las batallas de la guerra civil y de la postguerra; y sobre asuntos de la mili y de la Escuela estamos curados de espanto. Las Memorias de un arquitecto deberían tratar sobre el entramado interior del ejercicio profesional para ver si así logramos entender un poco esa enigmática profesión, pero no es el caso.
Puesto que unas Memorias que se precien tienen que hacer daño a alguien, que sea a los personajes más indefensos y miserables que encontró en su infancia, beatos y profesora de piano incluida. Del mundo de la Escuela de Arquitectura presenta, sin embargo, las dos caras: la de unos docentes malísimos, pero de muy buen corazón. Al esperado bloque de su vida profesional queda reservado lo que podemos encontrar en cualquier revista del ramo, es decir, el distante comentario del arquitecto intelectual.
¿Intelectual?, pero ¿cuál es el lado intelectual de Oriol Bohígas? En el año 1974 un empleado de la factoría MBM me contó que Bohígas tenía en el despacho a un obrero, por más señas de profesión teólogo, que leía para él. No busquen en las Memorias un dato tan revelador como éste porque no lo encontrarán. De saberlo, acaso nos preguntaríamos si además de leer, el oculto teólogo también escribe...
Otra observación: los diecisiete capítulos mencionados están escritos en el lapso de un año en Cadaqués, Barcelona, Madrid, México, Sofía, Buenos Aires, Palermo y Milán. Ya que la publicación que se reseña no es completa y que es de suponer que no haya escrito en todos sus desplazamientos, la profesión del autor, más que arquitecto o intelectual, bien podría ser la de viajante ¿no? Y habida cuenta de lo incómodos que son los viajes y que sólo viaja la gente que tiene poca imaginación (F. de Azúa, El aprendizaje de la decepción), es posible conjeturar que Bohígas tiene también empleado a alguien que viaja por él. Sobre todo, si después vemos en las revistas de arquitectura la ingente lista de casas, escuelas, y hasta portadas de libros que se le atribuyen cada año.
Hemos llegado a donde íbamos: Jujol, el profesor de Bohigas, era un arquitecto. Bohígas, sin embargo, es una firma. Y aquí hay que hacer caso a Gary Taylor (El País Temas, jueves 4 de agosto de 1988): “Nunca crea Vd. en las firmas”.
BOHIGAS: MEMORIAS, ARQUITECTURA, ESPECTACULO Y POLITICA
Ultimamente, poner los recuerdos personales al alcance de los demás tiene mucho más que ver con los negocios que con la generosidad. Escritores, editores y gentes famosas se han percatado que la soledad que aflige a las gentes de las ciudades modernas les empuja hacia las librerías en busca de “memorias”, “recuerdos”, “diarios” y “autobiografías” con que calmar su pena.
Perdido todo Norte teórico, los arquitectos sean, probablemente, uno de los profesionales modernos más aislados y desorientados. No será de extrañar, por tanto, que corran a las librerías en cuanto sepan que alguien les cuenta algún retazo de su experiencia.
Mas cuando enseñar es cuestión de negocio y no manifestación de amor, al lector de Memorias le pasará como al espectador del strip-tease, que saldrá peor que estaba y con cuatro mil pesetas menos en el bolsillo.
Y es que esperar que un negociante nos cuente sus secretos, su lado oculto, sus misterios e inquietudes reales, es más difícil que hacer pasar a un camello por el ojo de una aguja.
Sólo hay que observar la sagaz puesta al público del texto de Bohígas para darse cuenta de que estamos ante una buena operación comercial en toda regla: primero en catalán, después en edición abreviada y restringida del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos, ahora en español y con tapas duras; sólo falta ya, para dentro de un par de años, la edición en rústica.
Evidentemente las chicas del strip-tease no pueden ser gordas ni feas, y el escenario y la puesta en escena tienen que tener cierta categoría. Lo que va dentro del libro tiene “calidad”, muchos datos, buena prosa, algún chiste grosero, la despiadada ironía hacia algún personaje indefenso, muchos viajes, mucho mundo, muchos nombres de famosos, un toquecito de nostalgia de los duros años de la postguerra vividos al calorcito de la burguesía local, en fin, todos los ingredientes de un buen espectáculo. El libro de Bohígas también posee “anécdota” para que los espectadores tengan así algo fino que comentar: los recuerdos están tan revueltos como esos peinados despeinados que llevan las chicas en los últimos años.
Centrándonos en el autor, se podría decir que Oriol Bohígas, con la publicación de las Memorias a sus sesenta años, ha trazado una importante raya en su vida: cierra la carpeta de arquitectura (sin explicar un ápice los misterios de esta oscura profesión) y abre la del teatro, o sea, la de la política.
Su presentación en campaña para las municipales ha dejado al descubierto todas las carencias que ocultaban sus Memorias. Su eslogan electoral dice así: “Barcelona ya tiene infraestructuras, ahora es el momento de la cultura” (!). No es mala frase para un político y a buen seguro que con ello se lleva unos votos: ya tenéis pan, ahora os traigo el circo. Pero, bien considerada, es una frase espantosa puesta en boca de un arquitecto que ha ocupado su vida diciendo pensar en la ciudad y desde una ciudad, Barcelona, para la que, desde I. Cerdá, el orden de sus infraestructuras es lo más sagrado de su cultura.
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domingo, 11 de marzo de 2007
EL PATIO DE MIL CASAS NO ES PARTICULAR
(Escrito en 1991, y remitido al igual que el artículo anterior a los medios de comunicación nacionales, sólo encontró publicación un año después en la revista Arquitectura, nº 291 como cartas al director, pero incluso, ¡con traducción al inglés!.)
Una definición urbana del automóvil privado podría ser la de “máquina para la creación de un no-lugar”; cuando está en movimiento quiebra la estaticidad esencial del espacio-lugar, y cuando está en reposo lo ocupa masivamente expulsando a quien se pudiera situar en él. Un afamado novelista checo explicó así la diferencia que existe entre un camino de personas y una carretera de coches: mientras el primero era un lugar, la segunda no (La inmortalidad, Milán Kundera).
Otro afamado, esta vez arquitecto y suizo-francés, llevado de su pasión por los automóviles privados, hace más de medio siglo denominó calles-corredor a los viejos espacios humanos de representación y comunicación vulgarmente conocidos como calles. Quiso así que desaparecieran de una manera efectiva y coherente: ya que los automóviles invadían la escena, las casas deberían marcharse a otra parte, por ejemplo, convirtiéndose en bloques en medio de verdes praderas. Un no-lugar, la carretera, generaba a su vez otros no-lugares, los bloques de viviendas (Le Corbusier, Principios del Urbanismo).
El mayor no-lugar de Madrid es, como se sabe, la M-30, un espacio por el que “pasan” a diario millares de seres humanos que van de una parte a otra sin estar entre tanto en ninguna. La pregunta es la siguiente: ¿es posible que ante un no-lugar de semejantes proporciones pueda surgir un lugar?
Cuando le dije al taxista “lléveme a la cárcel del pueblo” no dudó ni un instante, pero a cambio me respondió: “creo que por dentro está muy bien”. No era la primera vez que oía esa justificación para la atrocidad construida por un arquitecto profesor de arquitectos y que según leo en los periódicos, está dirigiendo este verano Seminarios de la Universidad sobre Arquitectura e Identidad Urbana. Con la opinión del taxista volvía la esperanza, aunque si se es prudente, ya se sabe, no hay que fiarse mucho de los taxistas.
Todo el mundo ha entendido que la espantosa fachada de las viviendas de promoción pública en la M-30 a las que me refiero, no es sólo una respuesta al horror de la inmensa autopista sino una especie de identificación o eco de ella, de manera que no podrían entenderse una sin la otra. Nadie se había atrevido todavía a pintar la carretera en la fachada, ni a que se vieran la caras tan expresamente. Ningún promotor privado lo hubiera hecho. Fíjense si no que los bloques de las inmobiliarias están mayormente colocados de forma perpendicular a la autopista, a la que sólo muestran una medianera, mientras que en sus fachadas tienen ventanas amplias y balcones como si los inquilinos pudieran ver o asomarse aún a algún lugar. Mas la ausencia de responsabilidades en la promoción pública y el desmedido protagonismo de un arquitecto nombrado e iluminado, lo han conseguido: y el resultado es que, queriéndolo o sin querer, al pintar la autopista en la fachada de las casas, le ha salido una cárcel, esto es, otro no-lugar. Hasta ahí, digo, todo el mundo lo ha entendido.
Lo que ya nadie ha explicado es que, puesto que el edificio se enrosca, además de gravísimos problemas de orientación en los que no vamos a entrar, sucede que lo que es respuesta a la M-30, es propuesta para las calles de veinte metros de ancho que surgen más allá de la autopista y que no tienen nada que ver con ella, pues son calles por las que todavía anda la gente y a las que abren sus ventanas y balcones otros edificios.
Las no-ventanas de la no-fachada se ven tan de cerca desde las ventanas de la casa de enfrente o desde las aceras de la calle llamada macabramente “Félix Rodríguez de la Fuente”, que uno se queda ciertamente sobrecogido: hay en muchas de ellas unas rejas similares a las de las prisiones, sobre las que los inquilinos ponen cartones o trapos que traen a la memoria los sórdidos bloques del Bronx o los de los guetos de la zona sur de Chicago.
Horrorizado con el espectáculo el visitante busca la boca de ese espacio feliz que le habían prometido y mientras sortea los coches que le han puesto al paso justo en la misma entrada del patio, recuerda, si ha visto antes el proyecto, que todas las puertas del edificio abrían precisamente a los no-lugares exteriores y no al espacio interior. Sorprende que un edificio tan “comunitario” se estructure mediante múltiples accesos convencionales de cajas de escalera de a dos puertas por rellano; pero la sorpresa se torna en alarma cuando constatamos que ciertamente las puertas de las casas, focos de vida y de relación entre lo público y lo privado, entre lo individual y lo comunitario, no dan al prometido lugar interior sino al inhóspito exterior. Y esa observación le va a evitar la terrible decepción que le espera.
A pocos meses de su inauguración, el patio interior está horriblemente degradado, sucio y lleno de basuras. Apenas hay nadie en él, pero a cambio se oyen claramente los gritos y risas que salen de las casas; y se sienten también, como pinchazos, las miles de miradas que desde las ocultas terrazas se dirigen al visitante. ¿Qué pasa aquí?, qué sensación más extraña ¿no?. Uno se siente solo y furtivo y mira al suelo. Está lleno de desperdicios de toda clase. A finales de junio de 1991 las plantas están ya agostadas, los abetos secos, el mobiliario sucio, roto o despintado. Un montón de hierros retorcidos procedentes de sus falsos techos yacen en los otros pasadizos de entrada al patio. Los aparcamientos del semisótano están vacíos pues sus rampas de acceso los taponan decenas de destrozados carros de la compra de un hipermercado cercano. Los respiraderos del aparcamiento son blanco de latas, zapatos viejos, cartones o lo que se tercie, lanzados desde las casas.
Levantamos entonces la vista del suelo y miramos a las casas buscando a los culpables, a esos a los que el arquitecto les recriminaba en una inolvidable entrevista de un telediario de Jesús Hermida, que lo que tenían que hacer para entender su edificio era estudiar arquitectura. Les oímos, sentimos sus miradas, pero ¡diablos!, no se les ve; no hay manera de verlos porque, en efecto, están perfectamente camuflados tras las pintarrajeadas fachadas del patio. Si las fachadas eran en el exterior el reflejo y extensión de la inhumana autopista, aquí en el patio, las fachadas son como gigantescas máscaras de colores chillones que ocultan siniestramente al vecindario.
Pero aún se les oye. Se les oye muy bien desde el patio. Y reconocemos su acento. Pobre gente, pensamos ¿qué hacen ahí dentro, con todas las televisiones conectadas a los programas basura de tele cinco?; pero.. .¿no son esas voces las mismas de quienes construyen hermosísimos pueblos de rica volumetría blanqueados casa a casa cada primavera?; ¿es esa gente la que tiene que estudiar arquitectura?; ¿no son acaso de ese pueblo que cada mañana sale a barrer y a regar su trozo de calle, que adorna sus balcones con flores y que saca un banco junto a la puerta de su casa para sentarse a charlar con el que pasa? Pero si son de esa tierra bendita que de la pobreza ha sabido extraer belleza y limpieza. ¿Qué hacen ahí metidos entre la fachada de la autopista y la fachada de la máscara con el coche en la puerta?
No, estas viviendas tenían que haberse destinado a gentes sin iniciativa propia, por ejemplo a funcionarios o sindicatos. A gentes domesticadas y sin imaginación y un pelín leídos, para que encima presumiesen ante sus amistades de vivir en el edificio de un arquitecto por el que, según se dijo en aquella entrevista, se habían interesado muchas revistas internacionales. Brigadas de otros funcionarios arreglarían cada año los naturales desperfectos y repintarían las fachadas, y todo estaría siempre como el primer día. O no, aún mejor, tendrían que haber sido destinadas a arquitectos: para que aprendiesen la arquitectura del maestro “in situ”, sin moverse de casa. Para que respirasen la Arquitectura desde la misma hora en que se levantan.
Pero no para personas que aún tienen imaginación, creatividad y energías propias, porque lo único que puede ocurrir y ha ocurrido es que se encierren ante el televisor, y de las heridas de su creatividad castrada supuren basuras y más basuras al particular patio del glorioso arquitecto.
jueves, 8 de marzo de 2007
UN SILO MUY CURSI EN SANTANDER
(Escrito por encargo para El País en el verano de 1991, no encontró acogida ni en sus páginas ni en ningún otro de los medios a los que fue remitido.)
Polemizar es una tontería. Yo no estoy interesado en polemizar. De ninguna manera. Por mucha que sea la razón que pueda llegar a tener, el polemismo me resulta penoso. A ellos es a los que les interesa la polémica. Sí, ellos se sienten importantes cuando los periodistas redactan titulares como “proyecto polémico” o “polémico edificio” y publican fotos y fotos de sus obras, porque entonces es señal de que han llamado su atención. La polémica es lo que les da notoriedad, así que los arquitectos proyectan para la polémica. Están interesadísimos en la polémica porque así sus nombres de arquitectos se repiten muchas veces en sus escritos y se aseguran un puesto en la historia. Pero yo no les voy a dar polémica, porque la polémica no me interesa en absoluto.
Mi ambiciosa intención, como constructor, es levantar un muro, un sólido, sobrio y resistente dique que detenga las turbias aguas de la arquitectura de este siglo. Pues sólo cuando las revueltas aguas de la arquitectura se calmen, empezarán a hacerse transparentes e incluso potables, y serán útiles y podremos beber de ellas. Porque mientras tanto, mientras bajan como bajan, atropellada y alocadamente, destrozando la ciudad, arrasando sus calles y desolando sus plazas, los únicos que hacen el agosto son esos siniestros pescadores de un puesto en la historia.
Un caso es que en Santander, a donde en breve acudirán cientos de periodistas e historiadores de todos los tipos, en un sitio a medio camino entre la ciudad y las playas, han construido una especie de silo muy cursi para juntar y divertir por la noche con más Cultura a todos esos historiadores que hablan y hablan durante el día. Y todas las revistas de España publican ahora fotografías del edificio, torpes reseñas, repugnantes alabanzas de acólitos y admiradores y entrevistas con el mismísimo arquitecto en el que una y otra vez menciona lo polémico que es su edificio haciendo así las mieles de quienes van a ir allí este verano a verlo y a sentarse en sus butacas por la noche. Pero lo cierto es que ese edificio es una birria, una birria monumental. Y eso es lo que voy a explicar. Y se lo voy a explicar desde este diario serio y de gran tirada que no necesita de las polémicas para venderse, para que vean que va en serio, para que vean que es preciso construir el dique del que les hablaba.
Cuando las aguas bajas turbias no son precisamente las gotas transparentes y cristalinas las que se ven, sino aquellas más negras y ponzoñosas. Pues bien, así ocurre con la arquitectura de este siglo: que es turbia y confusa y que para destacar en la corriente de este siglo es preciso contaminar más de lo normal. Y de este modo, los “mejores” arquitectos de este siglo, los más nombrados, los que más dicen saber, los que reciben los encargos más sobresalientes, los que ganan los concursos, no son en modo alguno los mejores arquitectos, sino los peores, los más detestables, los más dañinos para la ciudad.
Reconoceremos, sin embargo, que diseñar un “Palacio de Festivales” en un punto tan estratégico como es la rótula entre la Santander urbana y la Santander lúdica y suburbana, pero en un solar tan vulgar, entre medianeras y en una manzana informe, es un trabajo muy difícil. Visto así hay algo que falla en la propia propuesta del concurso: las pretensiones del edificio van en consonancia con su posición urbana pero están en contradicción con el solar y con las condiciones del lugar. Cualquier arquitecto que se interesara, no por sus posibilidades personales en el escalafón de la historia sino por la ciudad, se daría perfectamente cuenta de eso. Pero no, de los siete proyectos presentados al concurso, sólo uno que tenía unos dibujos muy pequeñitos se dió cuenta, pero no ganó. Un miembro del Jurado escribió a modo de elogio que tanto se había plegado ese proyecto a las condiciones del lugar que parecía un trabajo de orfebre, pero lo único que hizo fue descalificarlo porque la era de esplendor de los orfebres ya pasó y ahora quienes deben brillar son los arquitectos para la historia. Pero dejemos al perdedor.
La maqueta del ganador era terrible. Alrededor del palacio la ciudad estaba representada sólo con curvas de nivel y algún resto de calle, como si la ciudad no existiera, como si el edificio fuera a anularla completamente, como si después de los siglos la ciudad estuviera llamada a desaparecer y el imponente edificio del glorioso arquitecto fuera el único capaz de resistir el paso del tiempo. En compensación a tamaño insulto había en el proyecto del ganador un tembloroso dibujito en el que el palacio estaba a medio camino de las casas de la ciudad, y de las grúas y tinglados del puerto, y en el que el edificio parecía configurarse, tímidamente, como el enlace entre unas y otros, como una gran casa sin ventanas, o como un silo historiado, con un gran volumen envuelto en muros pero con cuatro torrecitas que hacían juego con cuatro chimeneas que hay junto al mar a las que se le daban en el dibujo mucha mayor importancia de lo que tienen en realidad. Pero todo era una engañufla porque luego, en la memoria, el arquitecto decía que había que crear “imágenes fuertes, porque vivimos en un mundo gris y sin formas”. No agua cristalina que mana de las fuentes, que para eso no hacen falta arquitectos y mercachifles, sino bebidas de “cola” y ron son las que tienen que beber nuestras gentes, parecía decir el arquitecto.
Luego, se ha construido el edificio y hay mucha más cola que ron: empalogoso y dulzón diríase que es el resultado si no fuera por la horrible perspectiva que ofrece desde los comienzos del Paseo de Pereda. Las fotos que publicaban los publicistas de las revistas daban la impresión de que el lenguaje de los ordenadores podía haber hechizado al arquitecto, y que éste había edificado uno de esos espacios que pueden visualizarse con los chismes esos y que ya algún comentarista serio ha calificado de pueriles. Pero cuando uno deja la zafia e informe calle en que acaba el Paseo de Pereda y sube la empinada escalera a la que falsamente llaman escalinata y se encuentra junto a todos esos palotes y colorines y trozos de columnas, remedos de capiteles y ventanalón simulando puerta egipcia, ya uno no se acuerda del ordenador sino que sólo siente que está ante una enorme barraca de feria, y es posible que su hija pequeña que va con él le pregunte si es aquí donde están los tiovivos. O si en la Avenida de María Cristina se para uno debajo de esa aparatosa y esperpéntica marquesina que no sabe ni siquiera encontrarse con la pendiente de la acera, quizás mire con envidia a la sencilla y humilde marquesina repintada de la parada del autobús que hay al otro lado de la calle, preguntándose a qué extraño mundo conducirán a uno, no los autobuses de enfrente, sino las puertas con ojos que se cierran bajo la nuestra.
Un exégeta del arquitecto dice en una relamida revista de diseño de publicación reciente, que tras las puertas está Epidauro. Si entramos al edificio por el lado del mar uno se lleva un gran susto porque entra al teatro justo de frente topándose con un graderío que le recuerda débilmente a Epidauro, sí, pero horriblemente encogido. No, esto no es el teatro –te dicen–, vaya por el pasillo, suba la escalera, continúe por otro pasillo y allí lo tendrá Vd. Hace uno eso pero el susto no es menor: allí está el inmenso graderío, ¡pero entre medianeras!, ¡y qué medianeras!, andamios parecen más bien, pues son pasillos protegidos por vallas de un vendedor italiano y remates azules de un decorador norteamericano; andamios que impidirán seguramente gozar de tranquilidad mientras se mira al escenario. Luego le explican, por si uno no se ha dado cuenta, que la gracia está en el techo por el que entra la luz, como en Epidauro. Y se queda mirando arriba con la boca abierta, porque ahora la vista se le enreda a uno, no en el cielo limpio y azul del Peloponeso, sino en un lío impresionante de hierros y láminas transparentes.
A Ignacio Paricio le debemos el que desvelase, a propósito de ciertos edificios recientes “high tech”, el creciente interés o necesidad, más publicitaria que arquitectónica, de presentarlos ante los “media” mediante el recurso de la “anécdota”. Esta vez, en el Palacio de Santander, la intensidad de la luz no se regulará mediante diafragmas automáticos como en el Centro Islámico de París, sino que moviendo el techo se podrá “afinar” la acústica de la sala –dicen a las gentes y a los periodistas. El más humilde músico (yo) sabe que la afinación no es eso, y cualquier experto en acústica sabe que la posibilidad de mover el techo es una enorme tontería si ante la presencia de las butacas y de los mencionados andamios, lo comparásemos con un techo convencional. Pero la “anécdota” ahí está, queda muy bonita, y así los políticos y los historiadores que allí se junten tienen algo enigmático que contar a sus mujeres; porque de lo que no saben ni pueden hablar es de la gigantesca Torre de Babel que la confusión de las lenguas arquitectónicas ha erigido en torno a ellos.
Los grandes arquitectos de nuestra época, los llamados a pasar a la historia, son los que más palabras saben de las lenguas muertas, los que más alfabetos conocen de lenguas lejanas y extrañas y los que más imaginación tienen para inventar verbos nuevos. Pero ni saben articular tanta palabrería en un nuevo lenguaje, ni quieren hablar el humilde y hermoso lenguaje de la vieja ciudad, el del modo intemporal de construir, el lenguaje “de los de abajo”; porque si se pusieran a hablarlo estarían haciendo ciudad y no entrarían en la historia. Por eso digo que los más nombrados arquitectos son, con mucho, los peores (los otros, los que les imitan, tan sólo son ridículos). Y que para pararles los pies, para que clarifiquen su verborrea, para impedir que sigan haciendo horribles monstruos en nuestros solares, no hay que entablar polémicas con ellos, sino que hay que salir de la turbia corriente y construir un gran dique de razón y sentido común que aquiete sus embravecidas aguas. Un dique para que toda esa chabacanería de afamados arquitectos e historiadores se vayan al fondo del lodazal y podamos vivir en la arquitectura y en la ciudad con el mismo goce y la misma plenitud de quien bebe, en este calusoro verano, agua critalina de las fuentes.
(Adenda: en el verano de 1999 envié a la sección Cartas al Director de El País esta breve nota referida al edificio en cuestión y a su funcionamiento, que tampoco fue publicada.)
PERIODISMO MUSICAL, MUSICA CELESTIAL
Yo no sé lo que les dan a los periodistas de música clásica, pero sus “críticas” de los conciertos suenan siempre a música celestial: ¡qué finura!, ¡qué elegancia!, ¡qué exquisitez de mundo!.
Como no suelo ir a los conciertos que ellos “critican” no sabía si decían la verdad o no, pero el otro día probé en uno, el Requiem de Verdi en Palacio de Congresos de Santander, y descubrí que a diferencia de lo que escribe Enrique Franco en su crítica de El País (lunes 30 de agosto), aquello de celestial no tenía nada. En efecto, la sensación de ridículo de estar en una sala que parece un trozo de plaza de toros enmarcada en una columnata de dibujos animados, y de ver a los músicos metidos en una caja de madera que tiene la forma de un televisor con la decoración de fondo de un armario empotrado, tuve que añadir mis ímprobos esfuerzos por tratar de oír a una orquesta y coro de más de doscientas almas cuyo sonido, previamente apagado por las pésimas condiciones acústicas de la sala, quedaba luego totalmente eclipsado con cada tos que salía de las cascadas gargantas de la mayoritaria tercera edad que componía el público.
Cierto que la Orquesta de Tenerife y el Coro de Bilbao lo hicieron bien, pero de ahí a salir embelesado va un abismo.
Lo dicho, yo quiero probar lo que les dan a esos periodistas, porque la música de los conciertos no me causa ese efecto.
jueves, 1 de marzo de 2007
LAS VERDADERAS FOTOS DEL LUGAR ATOCHA
(Otro artículo, escrito en 1995, al parecer impublicable por ninguna revista de arquitectura ni periódico. Finalmente me lo publiqué yo mismo en el cuadernillo de hCn16 de elhalln76 que puede verse con sus 28 fotos en la página http://www.coar.es/cultura/elhall_fr.htm, por lo que aquí sólo se ofrece el texto.)
Las revistas de arquitectura mienten con descaro y transforman la arquitectura en algo que no es.
Mienten hasta la saciedad y con la mayor perfección: convierten la arquitectura en imagen y mienten luego transmitiendo una y otra vez las imágenes en que han convertido la arquitectura.
Pero la arquitectura de las imágenes es puro espectáculo y artificio, y cuando la representación acaba, el lugar de la representación es pasto de la desolación.
Así la estación de Atocha del artificiero Rafael Moneo.
Mala suerte ha tenido siempre el lugar Atocha. Así dice Javier Frechilla en su documentado estudio publicado en la revista Arquitectura n. 255, págs. 50 y ss., sobre el concurso del año 1985 para la remodelación de la estación, al explicar los problemas de encuentro del Paseo del Prado con la puerta de Atocha y con el hermoso tridente barroco de paseos extramuros del sur de Madrid. La torpeza del Hospital General parecía ser una de las causas, y la falta de decisión de acometer la realización de una plaza que los resolviera, tal y como proponía Fernández de los Ríos, la otra (ilustración 1). Misma suerte corrió el proyecto redactado por el arquitecto Sánchez Pescador, en el que la primitiva estación recibía en paralelo un salón urbano, que tampoco se llevó a efecto (ilustración 2).
Pedro Navascués, en las Estaciones Ferroviarias de Madrid, pág. 82 (de donde está obtenida la segunda ilustración) achaca los males del lugar a la Real Orden de 5 de marzo de 1890 por la cual la estación de Alberto de Palacio debía acercarse aún más a la ciudad que el antiguo “embarcadero” -como así se llamaba a la vieja estación del tren a Aranjuez- al que viene a sustituir, cubriendo el arroyo Carcabón que lo separaba de la puerta de Atocha y quedando definitivamente hundida respecto a su entorno urbano.
El famoso scalextric de la plaza de Atocha (que los bienpensantes rehabilitadores se apresuraron a desmontar en cuanto murió su constructor), más que a enturbiar el infortunio del lugar, contribuyó muy mucho a ocultarlo. En aquellos tiempos de alegría en el progreso, los cruces de coches se resolvían con pasos elevados, de manera que con ellos ya no sólo no se veía bien la estación, sino que ni siquiera se veía su reloj. Otra suerte hubiera corrido el lugar si se hubieran resuelto los cruces de los coches con pasos subterráneos, como se hace ahora. Pero el scalextric lo desmontó Fernández Alba haciendo tabla rasa de las calles y volviendo a demostrar que la estación de Alberto de Palacios era un arco del triunfo semienterrado al que se entraba malamente de costadillo.
Como los arquitectos y los críticos (?) de arquitectura siempre arriman el ascua a su sardina, Javier Frechilla insinúa en su trabajo que los males de la nueva estación pudieran estar en las exigencias de unas mencionadas bases del concurso que al parecer redactó una Comisión de seguimiento de la Operación Atocha, compuesta por consejeros y otros capitostes entre los que se encontraban Eduardo Mangada y Jesús Espelosín. Unas bases que al parecer no fueron puestas en entredicho por los concursantes, toda vez que el concurso fue por invitación y que el premio era demasiado jugoso como para empezar jugando a perder. Tenemos así a Navascués y a Frechilla exculpando a los arquitectos en lo esencial de su trabajo, para hablar luego con alegría de sus filigranas formales.
El resultado final de los trabajos de comisiones, arquitecto y críticos ha sido un lugar collage, pretendidamente cosido por una entrada en templete circular que curiosamente alberga en su interior un ¡escalextric peatonal! tan desolador si no más que el que había en el exterior de la estación (ilustración 3). O dicho de otro modo: un no-lugar, como los que define Marc Augé, con la misma ininteligibilidad de un aeropuerto.
Para explicar esa desolación en que el lugar Atocha se ha visto sumido una vez más, e incluso para denunciar las incoherencias propias del proyecto de Rafael Moneo, he elegido el mecanismo de las fotos verdaderas, esto es, el de aquellas imágenes anodinas obtenidas al paso de un transeunte que intenta encontrar una estación de tren, y finalmente, bien el tren, o bien la ciudad.
Pasemos pues, sin más, a comentarlas.
¿Por dónde se entra?
Lo mismo que le pasara en el Ayuntamiento de Logroño, Rafael Moneo se ha vuelto a olvidar de las puertas del edificio, recurriendo, en cambio, a dos mecanismos de acceso completamente contrapuestos pero igualmente lúgubres: el uno es el de las rampas scalextric, el otro, el de la llanura vacía. A ellos dos, habría que añadir como entrada el de los aparcamientos de vehículos, auténtico lugar de acceso e intercambio entre el edificio y la ciudad, es decir, “puerta”.
La foto 1 ilustra la ridícula rampa que une el gigantesco paso peatonal sobre la plaza de Atocha y la vieja marquesina de Alberto de Palacio convertida en un espacio residual con palmeras, donde no hay estación, ni trenes, ni nada. Por cierto, la rampa no lleva a la estación sino a unas dependencias cerradas, por lo que mejor no cogerla.
Las fotos 2, 3 y 4 muestran una llanura tan agresiva que puesto que no lleva a puerta alguna (mismo caso que en el Ayuntamiento de Logroño) vuelven a traernos el recuerdo de un pasaje kafkiano: “ya que construyen plazas tan grandes por puro capricho, ¿por qué no construyen también una balaustrada de piedra que sirva de guía a través de la plaza?”. Volveremos a la foto 4 cuando tengamos que encontrar la salida de la estación.
El intercambiador de la ilustración 3 (procedente de la rev. El Croquis 36, pág. 76) no es ni mucho menos tan original como han pretendido los exégetas de Moneo: los accesos al metro de Moscú se hacen en numerosas ocasiones mediante este tipo de edificación circular, sólo que sin tanto boato constructivo ni, por supuesto, tal lío interior de escaleras.
Pero es que lo de las escaleras es algo que trae a mal llevar a nuestro maestro de arquitectos. Vease si no la foto 5: si por error algún viajero entra en ese viejo espacio de la estación y ve que no hay estación, ni trenes, aún tiene la posibilidad de engancharse a ese nuevo scalextric situado en el extremo por donde antes entraban los trenes. La terraza del bar, hábilmente situada debajo de las rampas de la escalera tiene el sello inconfundible de su autor en cuanto campeón de la degradación urbana de los lugares de estar.
Las siguientes fotos (6, 7 y 8) muestran lo importante que es guardar el coche privado con el que se llega al tren público. Un sinfín de cupulitas (kanhianas (?) dice Frechilla...) ocupa el techo de la estación de cercanías (foto 6) explicitando que la ciudad queda arriba y el tren abajo, aunque la conexión entre uno y otro nivel sea ininteligible y los peatones o viajeros anden entre las perdidas escaleras que los conectan con gestos de preocupación. Pero eso no es nada comparado con el segundo aparcamiento, que encuentra techo, nada más y nada menos, que en los mismos solemnes artefactos que los propios trenes de alta velocidad (foto 9). La confusión es en este caso tan evidente que no merece comentario crítico.
En la estación
Bien por las rampas susodichas o acaso por alguna puerta indiferenciada en la llanura, accedemos a la estación propiamente dicha, donde compraremos los billetes y esperaremos a los trenes o a los viajeros. La altura de esos espacios intermedios es confusa, pues no se corresponde con sus características. Parece un almacén iluminado por sórdidas luces industriales que dibujan con los suelos un incómodo encuentro de mallas (fotos 10 y 11). La foto 12 muestra el punto de conexión (o más bien de separación, pues la cristalera es impracticable) entre la estación de cercanías y la de largo recorrido, que se diferencian porque en la primera los bancos son circulares y corridos, y dan la vuelta a los pilares, mientras que en la de largo recorrido son “de diseño” y se disponen en batería.
Merced a nuevos scalextrics peatonales, podremos descender hasta los trenes encontrándonos, en el caso de cercanías, directamente en unos andenes tipo ferrocarriles metropolitanos, o en el caso de los de largo recorrido, en una enorme plataforma donde la inclinación del suelo, la pobreza del techo, la diagonalidad del espacio y las exageradas proporcionaes resultan completamente desconcertantes (fotos 13 y 14). No es de extrañar que en ese ámbito tan lamentable traten a los pasajeros como delincuentes y hayan instalado unos controles para el embarque en el AVE que alejan a los acompañantes de los viajeros antes de montar en el tren.
Junto al tren
Sólo el viajero del AVE o el usuario de trenes de menor pelo ingresará en ese fastuoso espacio tan elevado tan elevado que no acierta a encontrar más que un cerramiento lateral (fotos 15 y 16) por lo que en días de viento es un infernal ventisquero (como si ahora los trenes fueran de vapor...) donde la sensación de abrigo, o de porche y umbral de la ciudad que debiera poseer la estación, se pierde irremediablemente. Diríase que el techo está formado por unos paraguas en serie que, desde luego, tienen poco que ver con el clima escasamente lluvioso de la capital de España.
Lo más sorprendente de los andenes lo depara, sin embargo, unas marquesinas de tres al cuarto que prolongan la estación en la salida de los trenes (fotos 17 y 18). Uno diría que esto es cosa de ingenieros y que semejante barbaridad no se le podría ocurrir a un director de Harvard, pero con desagrado descubre allí cierta unidad estilística en las bases de los pilares, y luego, en la revista A&V nº 36, pág. 44 (ilustración 4) lo corrobora con una imagen aérea del conjunto, en la que esa marquesina, que desdice a la monumental, forma también parte del proyecto de Moneo.
Saliendo a la ciudad
Hagamos por último el recorrido inverso; dejemos el grandioso espacio de los paraguas cuadrados, ingresemos en el espacio de suelo inclinado (fotos 19 y 20), acerquémonos a los scalextric y busquemos una salida. No es fácil. Puede que demos con el aparcamiento y sus gigantescas cubiertas creyendo que volvemos de nuevo a la estación (foto 21), puede que demos con la triste marquesina enganchada al templo cilíndrico (foto 22), o puede, finalmente, que nos fiemos de un cartelito hecho de forma chapucera con una impresora matricial que nos indica que en la calle Méndez Alvaro encontraremos los taxis (foto 23). Se nos acabó el carrete allí por culpa de fotografiar un mal encuentro entre el edificio nuevo y la ampliación (foto 24) y no podemos ofrecer la triste imagen de ese callejón hundido donde han metido a los taxis que llevarán al viajero a la ciudad.
Así que volvemos a la foto número 4 donde la ciudad parece prometerse al otro lado de la explanada y más allá de unas rampas faraónicas, que nos recuerdan que el lugar Atocha fue un barranco mal conectado con la ciudad que se ha quedado nuevamente hundido por culpa de un arquitecto que se dedica a construir una y otra vez su propio nombre olvidándose de los problemas de la ciudad.
miércoles, 28 de febrero de 2007
RAFAEL MONEO Y EL AYUNTAMIENTO DE LOGROÑO
(Fragmento de una carta fechada el 20 de nov. de 1991 a Luis Fernández Galiano, quien se había interesado por mis escritos; el texto que sigue y un encuentro personal posterior le disuadió para siempre de incorporarme a su camarilla. Sobre el Ayuntamiento de Logroño escribí tiempo después el artículo "Un edificio abstracto" que puede leerse en mi otro libro El retablo de ambasaguas.)
El vínculo que me une a Rafael Moneo y a su edificio del Ayuntamiento de Logroño es tan personal que escribir sobre ellos tienen para mí algo de exorcismo.
Tuve la suerte (o desdicha) de conocer a Rafael Moneo en su primer año de clases como catedrático en Barcelona. Si mis cuentas no me fallan creo que fue en el curso 1971-72, es decir, en el momento en que, después de haber preparado y luchado por la cátedra a brazo partido contra un catalán, vino a Barcelona a demostrar quién era él.
Las clases de aquel curso de Elementos de Composición las recuerdo, veinte años después, como si hubieran sucedido ayer. Porque no eran exactamente “clases”; eran auténticas “celebraciones de la Arquitectura”. Moneo, cual sumo sacerdote de la tribu, entraba en trance nada más aparecía en pantalla un edificio de Palladio o un detalle de Voysey; e iniciaba un compendio de gestos cargados de paroxismo: torcía la voz, se mesaba los cabellos, amagaba con quitarse la cazadora de cuero hasta más de veinte veces antes de quitársela definitivamente, se subía y bajaba las gafas, agitaba los brazos y daba vueltas y vueltas sobre la tarima. Las ceremonias duraban dos horas ininterrumpidas y a veces, incluso, ni el aviso del bedel conseguía arrancarle de su exaltación, por lo que el amable profesor de construcción que venía después (un tal Zaragoza) llegó a ver invadido su tiempo de clase en no pocas ocasiones.
Aún recuerdo las airadas protestas de muchos de los alumnos que decían no entender nada. También recuerdo la sumisión de los diáconos al gran brujo; no daban mayor explicación a los desorientados alumnos sino que les decían: “creed en él”. Elías Torres era, por aquel entonces, uno de aquellos adjuntos que mediaba así entre el maestro y sus discípulos.
Ni que decir tiene que yo me entregué a la secta en cuerpo y alma.
Luego vinieron los años de intensas lecturas y peregrinaciones. Imposible relatarlas todas. Eso sí, la visita a Tudela a ver la tienda de Gallego o el Centro Escolar, nadie podrá olvidarla pues era para el fiel discípulo algo así como beber el agua de los santos lugares por los que había pasado el predicador.
Pero para ahondar si cabe aún más en lo personal, le contaré que mediados mis “estudios” de arquitecto, tuve la noticia de que el profeta iba a construir su primer gran encargo justo debajo de la ventana de mi casa en Logroño. No cabía yo de gozo, así que cuando llegaron los primeros planos me pasé varios días olisqueándolos en su extraña escala a 1/40 e intentando desentrañar “la verdad” que –estaba completamente seguro– contendrían. No conseguí, bien es cierto, encontrar la “verdad”, pero aún con todo, y como fiel creyente, pensé que se trataba de un edificio maravilloso. Inicialmente hubo cierta oposición al edificio en la ciudad: derroche, fantasmada, etc. decían las Asociaciones de Vecinos, pero a mí me sonaban como las voces de los infieles, de los incultos, de los ignorantes.
Sobre el papel aún creí en él, pero cuando por fin se construyó y se inauguró, me caí del caballo: el parto del profeta era un monstruo. Un enorme cetáceo, una ballena con una bocaza enorme abierta a la ciudad y un gaznate para sardinas. Una trasera sórdida hasta más no poder con una chimenea para las ventosidades. Un insulto a la piedra de Salamanca, una mofa de las limpias construcciones de hormigón armado de los pioneros americanos, una ridícula trasposición, perdida de escala, de los logros y de la discreción de Asplund y Jacobsen en la arquitectura pública, una burla de Terragni, de Le Corbusier, de Wright y de todos aquellos creadores a los que citaba en su edificio por pura y simple pedantería porque ¿hay algo más pedante que usar la arquitectura para citar?
Pero sobre todo y más allá del edificio, lo que más repugnancia me produjo del nuevo Ayuntamiento eran las interpretaciones de su arquitecto con respecto al resto de la ciudad. Esta misma semana el boletín del Ayuntamiento de Logroño publica a modo de guinda una cita extraída de una de las innumerables entrevistas que el gurú concede a los periodistas ignorantes, en la que dice que “aún quedan ciudades como Logroño que han sabido conservar su estética” (!!!). Cuando Moneo proyecto su Ayuntamiento se debió creer Brunelleschi pues seguro que había leído a Tafuri, quien escribió: “Una de las más elevadas lecciones del humanismo brunelleschiano es su nueva consideración de la ciudad preexistente como estructura lábil y disponible, dispuesta a cambiar su significado global una vez alterado el equilibrio de la narración continua románico-gótica con la introducción de compactos objetos arquitectónicos” (Teorías e Historia de la Arquitectura, pág. 35). El ridículo y pretencioso texto con el que el hoy Papa de la Arquitectura presentó su proyecto negaba, sin embargo, la evidencia de sus elevadas pretensiones, vaciando las palabras de sentido y aumentando la ceremonia de la confusión: “La dignidad -dice Moneo- debe proporcionarla su relación con la ciudad, y cuanto más el edificio tenga sentido desde ella tanto más dejará de ser un objeto, para pasar a ser pieza clave de ella, un auténtico monumento” (!!!) (rev. Arquitectura nº 236, pág. 20). ¡Y yo su arquitecto!, le faltó decir.
Viendo la cara de bobos que se les pone a mis amigos arquitectos que cuando visitan Logroño me piden que les enseñe el célebre edificio; cruzando cada día la inhóspita plaza, deforme, enorme y triangular, peor que kafkiana (pues ni siquiera admite su solicitada balaustrada); cobijándome de la lluvia mientras espero la salida de las hijas del colegio bajo el auditorium, en ese lugar tan digno (?) que Moneo dijo crear para evitar las marquesinas (?) (op. cit. pág. 22); entrando o saliendo del interior del edificio por esos meaderos nocturnos tan hábilmente dispuestos; cruzando sus angostas puertas o subiendo por las oscuras escaleras para ciudadanos de a un tramo y superpuestas (?); intentando adivinar por qué balcón saldrá este año el alcalde para tirar el cohete festero; o en fin, mirando día tras día el contraste entre sus “monumentales” fachadas perdidas de escala en el escenario de la ciudad de las inmobiliarias; ante todo ello, digo, no me ha quedado un ápice de mi inicial devoción a la divinidad del brujo, he aprendido poco a poco lo que no debe ser la Arquitectura, y me he avergonzado de mi maestro para siempre jamás.
lunes, 26 de febrero de 2007
ANGUCIANA CAPITAL PERU
(Ayudado por mi vinculación familiar al edificio, el castillo de Anguciana me sirve como pretexto para leer la arquitectura histórica de un modo completamente distinto a como es habitual. El artículo apareció en el número 1 de la revista etnográfica Piedra del Rayo.)
Estoy convencido de que la mirada del turista es la mirada del nihilismo, y que poco a poco todos miramos ya las cosas con ese tipo de mirada que no ve nada. Miramos las cosas así porque, cada vez más, todos somos unos turistas, a veces, incluso, hasta en nuestra propia ciudad. Paralelamente a la mirada, hay también un tipo de narración turística o para turistas cuyo estilo se fraguó en la época de Fraga y que luego nadie ha intentado cambiar. Es el estilo, por ejemplo, de los libritos de la colección Everest que todos comprábamos cuando viajábamos por las provincias de España en los años setenta.
El fundador de esta revista etnográfica parece que tiene la esperanza de que las cosas se puedan contar de otra manera, y su empeño me parece tan extraordinario como heróico, pues siempre ha sido de héroes ir por senderos peligrosos y a contracorriente de las aguas. Me ha pedido que cuente algo del castillo de mi pueblo, y yo he aceptado emocionado porque, ya que me es imposible mirar al castillo de mi pueblo con ojos de turista, acaso pueda contribuir mínimamente a fundar ese nuevo estilo contraturístico con el que las cosas deban ser de nuevo contadas.
Pero es preciso también decir que antes del estilo turístico hubo un género literario prenihilista que aún se sigue practicando sobre los edificios antiguos con gran éxito académico. Me refiero, obviamente, a los eruditos textos de los historiadores e investigadores locales que a base de datos científicamente obtenidos cosifican las arquitecturas de modo parecido a como los entomólogos rigidizan para siempre a las mariposas. Conviene tachar de entrada este camino para huir, también, de las malas tentaciones.
Digo entonces que no puedo mirar al castillo de mi pueblo con ojos de turista, y digo cómo no debo contarlo, así que lo que sigue de ahora en adelante es pura aventura, como la propia revista en que aparece.
El castillo de Anguciana era de mi bisabuelo Justo Diez del Corral, o más bien de su mujer, mi bisabuela Pilar Blanco de Salcedo, y ahí empiezan mis dificultades literarias porque la narración puede rozar con lo personal, ofendiendo a la más míníma regla del pudor. Pero la distancia emotiva es grande porque mi abuelo lo vendió a una comunidad de frailes (verdaderos protagonistas de esta historia), justo un año antes de que naciera mi padre. Así pues, mis tíos paternos nacieron en el castillo justo hasta mi padre, que ya nació en una casa del pueblo a donde sus progenitores se habían trasladado, entre otras cosas porque, según he oído decir, mi abuela tenía bastante miedo a vivir en un castillo. Lo que es curioso y significativo porque si en su origen los castillos se erigieron para dar seguridad, empezado este siglo, la prepotencia o la evocación bélica de su arquitectura inspiraba a sus moradores más bien temor.
La torre fuerte tenía adosada una casona a la que sus habitantes o los lugareños llamaban exageradamente “palacio”, utilizando el mote de “palacianos” para sus moradores. (Estando en cierta ocasión en un bar del pueblo con mis hermanas, hace ya de esto treinta años, un viejo llamado “Visairas” dijo con la nostalgia propia de los escépticos del progreso: “¡ay! quién iba a imaginar a las nietas del palaciano bebiendo en la taberna...”). Los frailes franciscanos que compraron la torre y “el palacio” se instalaron en ambos, acondicionando una capilla en la casona, y erigiendo una espadaña con campanita encima de la torre (tal y como se puede ver en la fotografía más antigua que tengo del conjunto).
Pero lo más curioso de esta comunidad religiosa era que su capitalidad estaba en el Perú, porque su tarea prioritaria era misionera, y la instalación de Anguciana tenía por objeto la implantación de un Seminario de reclutamiento y formación para, desde allí, saltar a las selvas del alto Amazonas a cristianizar a los indios. En los muchos años de penuria que nuestro país vivió en torno a la mitad de este siglo, los frailes de Anguciana recorrían los pueblos de La Rioja y sobre todo de Castilla, buscando evangelizadores, lo que no les debió ser difícil de encontrar si nos atenemos a las obras y ampliaciones que en pocas décadas se sucedieron junto a la torre.
En la primera de ellas aún mantuvieron en pie la casona, pero en la torre hicieron una “intervención” verdaderamente gloriosa: como al parecer la cubierta tenía goteras, desmontaron la segunda fila de almenas (su elemento decorativo más característico), bajándolas al suelo con el extraordinario cuidado de numerarlas para su posterior restitución. A la hora de montarlas, sin embargo, tuvieron prisa, o hicieron otras cuentas, y el caso es que prefieron reconstruirlas en hormigón en vez de reponer la cantería. Y así, la torre de Anguciana luce un par de filas de almenas, unas de piedra y otras de hormigón, de una originalidad sin par. La espadaña en lo alto se amplió para dar cabida a tres campanas y enriquecer la musicalidad de las llamadas a oración. Junto a la torre y la casona, apareció entonces un ala en ele, propiamente conventual, pintadita en azul y con ventanas oblongas.
La segunda reforma y ampliación importante se hizo derribando “el palacio” y construyendo en su solar una gran iglesia y hasta un claustro interior en la articulación con el ala mencionada. Pero se hizo más alta que la anterior, se pintó de amarillo, y las ventanas se hicieron de medio punto, con lo que el conjunto, si no en homogeneidad, ganó, eso sí, en riqueza y variedad. Proyectó y dirigió las obras un padre franciscano que al parecer había adquirido experiencia en sus fundaciones americanas. El caso es que no calculó muy bien las proporciones de la iglesia y una vez erigida, les pareció a los frailes un cajón demasiado alto y estrecho. Decidieron entonces hacer un forjado a un tercio de su altura, más o menos, consiguiendo el doblete de una iglesia arriba y un cine debajo. El problema que se les planteó fue que el nivel de la iglesia se quedó algo alto y las escaleras de acceso desde la calle, además de muy empinadas, tenían que invadir la acera. Pero eran tiempos en que Dios era mucho más importante que las alineaciones, así que en cierto modo, esas escaleras que rezuman de la fachada son un monumento, pues dando expresión a una cierta jerarquía de valores, llaman a la devoción.
Otras obras puntuales sucedidas en el tiempo fueron, en verdad, mucho menos afortunadas. Un buen día sobre una almena surgió una chimenea de obra con tejadito y todo, y bajo la fila de huecos ojivales que dan a la carretera se abrió un hueco rectangular y descentrado con otra pequeña chimeneíta para toma de aire: los frailes habían puesto calefacción de fuel oil en el castillo. La obra no era divina, pero el ayuntamiento también concedió que el tanque de fuel oil se instalase debajo de la calle pública que baja a fuente la Virgen. Cruzaron luego sobre las venerables piedras areniscas de sus muros muchas palomillas de la luz y una larga y recta bajante de aguas con que se resolvió una enorme gotera que oscureció durante años la barbacana de la esquina noreste.
Pero lo más significativo e interesante que le sucedió a nuestro castillo fue cuando apareció en lo alto de sus almenas una antena de televisión. Si D. Miguel de Unamuno poetizó con las almenas de los castillos de España diciendo que eran las adarajas entre el cielo y la tierra, ¿qué no hubiera dicho de esta captadora de ondas del éter metida en medio de la adaraja?.
A diferencia del cercano castillo de Sajazarra, que en mi niñez estaba hundido y vacío en su interor, y a nosotros siempre nos parecía lugar de desolación y abandono, el castillo de Anguciana tenía mucha vida, aunque como es propio de los castillos, bastante secreta. Y es que los seminaristas no tenían el más mínimo contacto con el pueblo. Sólo la capilla de las escaleras empinadas era accesible al pueblo a las horas de oración. En las misas compartidas entre pueblo y convento, los seminaristas se situaban en el coro fuera de nuestra vista Los frailes solían dar unos sermones muy teatrales, sobre todo después de su estancia en el Perú, y la verdad es que con parroquia y convento la vida religiosa del pueblo estaba muy bien abastecida de misas y oficios. Algún fraile lego sacaba el ganado del convento por las choperas del soto y eso era todo lo que veíamos de la vida del castillo. Pero veíamos que había vida, y mucha, y eso era lo importante.
A mediados de los setenta cuando los pueblos de Castilla decidieron mandar sus hijos a las fábricas de Bilbao en vez de a evangelizar indios, los frailes se fueron también a la capital, cerraron el convento, y lo vendieron a un maderero de Llodio que veraneaba en el pueblo. A los pocos años, y como no supo muy bien qué hacer con tanto edificio, el maderero se lo vendió a unos constructores de Vitoria, que tampoco han dado muestras de querer hacer nada con todo ello. Los edificios del convento llevan más de veinte años vacíos, los cristales de las ventanas van desapareciendo por las pedradas de los chiquillos, los canalones y bajantes se caen y todo emana un aire de ruina dulcísimo. Mucho más hermoso, sin lugar a dudas, que el lustre de nuevo rico que ahora ostenta el vecino castillo de Sajazarra, comprado, reconstruido y usado como mansión por un magnate de las bebidas de cola.
En los actuales tiempos de progreso, movilidad, inversiones y turismo, sé que tener una ruina tan hermosa en medio de mi pueblo es un lujo asiático que no puede durar mucho, y que pronto o tarde nos será privado por algún adinerado, algún inversor o alguna Consejería de Cultura.
Pero mientras siga en su actual aspecto de abandono, quisiera que estas líneas de evocación de vida y no de cosificación de cosas ayudarán al lector, que no al turista, a contemplarlo en toda la belleza de su decrepitud.
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