sábado, 24 de marzo de 2007

CONSTRUYENDO EN EL AIRE

Reseña de COSMOPOLITAS DOMESTICOS/ Javier Echeverría

(Este es uno de las pocos escritos realizados “por encargo” de la revista Archipiélago, y de ahí su tono coloquial, –casi epistolar.)

Estoy hecho un verdadero lío; así que perdóneme el lector, el director de esta revista, el autor del libro y sus amigos –y perdóneme también la palabra que quiere hablar por mi boca–, pero para poder decir algo sensato de Cosmopolitas domésticos creo que tengo que desenredarme previamente ante todos Vds. Llevo ya bastante tiempo dando vueltas en torno a los dos últimos trabajos de Javier Echeverría y ayer me llamó la redactora jefe de Archipiélago para decirme que iban ya a cerrar la edición y que tenía apenas unas horas para escribir mi reseña.
Voy por partes. Primero fue Félix de Azúa el que recomendó Telepolis como un libro de interés. Leí la solapa y le contesté airadamente que un tal M.W.Weber me había cargado ya bastante a comienzos de los setenta con sus historias de los “dominios urbanos ilocales”, esto es, con la posibilidad de estar interconectado con un ser humano que vivía en la otra esquina del planeta e ignorar al vecino de mi rellano de escalera. Azúa se enfadó ante mi insolencia, claro está, pero es porque aún no sabía entonces que la voz que trata de hablar por mi boca es justamente la voz del lugar, la voz del vecino, la del cuerpo, la del ser (¡caramba!), y no ninguna voz perdida en el éter, ninguna voz llamada cultura, producto o intercambio, como esas con las que precisamente se construyen telépolis.
Esa voz que quiere hablar en mí es tozuda, digo, pero también afirmo que soy un sentimental y que para perdonarme lo mal que me había portado con mi consejero me compre este año, en cuanto salió, Cosmopolitas domésticos. El director de Archipiélago se enteró de que estaba yo en la tarea y sin pensárselo ni una fracción de segundo me encargó un comentario para su revista. “Eso sí, Juan –me dijo–, sé sensato y moderado; mira que Javier Echeverría es una de las pocas personas que piensa en este país con cierta enjundia, con madurez; es decir, que no es de esas personas a las que debamos increpar desde la indigencia de nuestras islas; utiliza argumentos sólidos y de peso, como los que usa él mismo... etc., etc.”. Un encargo imposible, desde luego, pues me pide educación y cortesía cuando él sí que sabe que mi áspera voz de “lugareño” no puede sino alzarse violentamente contra la templada voz del “cosmopolita”.
El tercer nudo de este enredo es más que doméstico: cada dos años los profesores de la Escuela de Artes y Oficios de Logroño solemos hacer una exposición colectiva de esas pinturillas y esculturas con las que nos desahogamos entre clase y clase. Como acostumbran a ser un caos de inconexión, se pensó este año en un tema que la vertebrase. Acababa yo de leer en la página 22 de Cosmopolitas domésticos que el autor no se proponía “pintar la nueva casa (la del teléfono, televisión y ordenadores interconectados) sobre un lienzo”, así que les dije a mis compañeros a ver qué les parecía leerse el libro y probar a pintarla nosotros. La respuesta fue un sí unánime y hemos invitado a Javier Echeverría a que vea como pueden tomar forma sus reflexiones. Nuevamente se me plantea ser un anfitrión cortés y hospitalario, como corresponde a las gentes de esta tierra.
Pero mientras tanto y sin embargo, mis pensamientos –o los de esa tenebrosa voz del lugar, del cuerpo, del vecino y del ser de las cosas–, son tan violentos contra lo que dice Javier Echeverría en su libro que no puedo acallarlos aunque quisiera. Por buscarles a estos pensamientos una referencia, he pensado que conectan perfectamente con una memorable columna de Rafael Sánchez Ferlosio en El País sobre el famoso escándalo político policial de las escuchas telefónicas. Argumentaba maliciosamente Sánchez Ferlosio más o menos así: fascinados los policías y los políticos ante la capacidad cuasi mágica del aparatito inventado (y adquirido) para oír las conversaciones ajenas, ¿cómo no utilizarlo?, ¿cómo no ver en él una “fuente de bienes” para el poseedor del aparatito? Pues bien, algo de esa misma enajenación creo que le ha tocado a Javier Echeverría, y si no me creen, lean conmigo el comienzo del capítulo diez: “desde el punto de vista del fomento de las libertades individuales y de la creación de la ciudad igualitaria, el cambio más profundo y esperanzador que se está produciendo en las casas proviene de las redes telemáticas” (!!) (??)
En estas mismas páginas y sección, reseñando Telepolis, José Angel González Sainz ya le advertía a Echeverría que “nada se me antoja más lejano a la profundización de la democracia que la lejanía” y que en caso de aceptar la ciudad de las lejanías sería en la desesperanza de que “sólo en la pantalla somos capaces de soportarnos”, y que en tal caso, “la única forma de vivir que nos hemos ganado, sea el televivir”. A la vista de lo leído en Cosmopolitas domésticos creo que Echeverría no ha escuchado debidamente tan acertado aviso y que comete en su nuevo libro el mismo error de llamar esperanza a la desesperanza.
Aún más y ahí voy yo: Cosmopolitas domésticos está escrito sobre una metáfora que es para mí (el lugareño) una blasfemia: la de dar a los aparatitos el nombre de los lugares. Y así, a la televisión le llama ventana, a un código numérico, puerta, al teléfono, calle, y a un ordenador conectado a un enchufe, estancia. Pues bien, esos lugares piden mi voz para invocar un respeto. El mismo respeto que me pide invocar también la propia tarea filosófica, que es la de dar el nombre a las cosas y no el de andar con ocurrencias simpáticas. Si me lo permiten los amigos, el autor, y el director de esta revista, diré –para desagraviar a los lugares y a la filosofía– que Cosmopolitas domésticos es un libro que, pasado por las manos de un espabilado jefe de prensa de una multinacional de los aparatitos, con sólo limar un poco la enjundia de la prosa de Echeverría, podría convertirse sin mucho esfuerzo en el perfecto manual de instrucciones de los vendedores de la multinacional; e incluso, extractando algunas frases y poniéndoles una ilustración adecuada, hasta podría confeccionarse, a partir de él, un exitoso catálogo de ventas. Hasta ese punto llegan, a mi entender, los eufemismos con que se construye el libro.
Y es que no hay peor argumentación ni peor filosofía que la que se edifica sobre una fe: por ejemplo, y no es nuevo el caso, la de que la técnica facilitará nuestro acceso a la libertad.

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