(Publicado en la revista Archipiélago nº 18-19, invierno de 1994)
Como Palencia, como Zaragoza, Albacete, Ciudad Real, Castellón, Las Palmas de Gran Canaria, Valladolid o tantas y tantas ciudades españolas, Logroño es una ciudad eminentemente fea. Toda aquella construcción humana que no establece un diálogo con el paisaje acaba por tener un rostro chulesco y estúpido. La ciudad, en general, es una construcción humana que rara vez establece un diálogo con el paisaje, así que de la fealdad sólo se libran aquellas ciudades que, por estar construidas junto a un accidente geográfico tan difícil de ignorar como un monte, una playa, un acantilado o un río navegable, han debido aceptar el diálogo con él.
El lugar Logroño (375 m de altitud) está formado por cuatro elementos (no cuento de momento el cielo): (1) una planicie semiseca irrigada en parte por el río Iregua; (2) situada en un circo de tesos arcillosos de aspecto desolador, llamados El Corvo, Cantabria, La Plana, La Pila, Paterna y Caracocha (¡vaya nombrecitos!) en un diámetro de seis a diez kilómetros y que sobresalen de la planicie no más de doscientos metros; (3) cruzada lateralmente por el caudaloso e irregular río Ebro; (4) e inmersa finalmente entre dos bandas montañosas situadas a Norte y a Sur, a no más de veinte kilómetros, con alturas de hasta 1.400 metros. Las montañas del Norte tienen formas hermosas y bien definidas por sus roquedos calizos, Peña del Castillo, el León Dormido, Codés (o Yoar); mientras que las del Sur son más romas y oscuras, Moncalvillo, Serrezuela, Camero Viejo y Cabi-Monteros.
La ciudad Logroño nació con el puente de piedra sobre el río Ebro dando paso y estación al Camino de Santiago. Desde el principio, las ciudades quieren dialogar más con otras ciudades que con su propio lugar, por lo que al lugar y a la ciudad hay que añadirles en el mapa o en la descripción, casi de un modo inmediato, una red de sendas y caminos. Durante siglos, sin embargo, estas sendas y caminos que enlazaban unas ciudades con otras no se diferenciaban apenas de aquellas sendas y caminos que relacionaban la ciudad con su lugar: canales de ida y vuelta que irrigaban el territorio de un modo casi imperceptible y estático como en el sistema fisiológico de un ser monocelular.
El sistema de correo del siglo XVIII –extraído por F. Abad del catastro del Marqués de la Ensenada– es quizás el último esquema de relaciones interurbanas que, aun siendo ajeno a las condiciones del lugar, no lo perturban lo más mínimo. Seis hombres eran los encargados de comunicar Logroño con cinco estaciones/estafetas al ritmo del paso de las mulas, fundidos en la conversación con quienes iban o volvían de la ciudad al campo circundante.
La destrucción de este microcosmos comienza en las postrimerías del siglo de las luces cuando se funda la Real Sociedad Riojana, luego convertida en Amigos del País, con la misión de construir carreteras, o más bien carretera, pues todos sus esfuerzos se centraron en el eje Alfaro-Calahorra-Logroño-Pancorbo-Santander. El lema que figura en el escudo de esta Real Sociedad, Prosperarás extrayendo, resulta, dos siglos después, verdaderamente sobrecogedor: que el Progreso vaya íntimamente ligado a la acción de esquilmar no es algo que hayamos descubierto los ecologistas en los fines de la modernidad; ¡estaba inscrito en la propia propuesta del Progreso!
La velocidad con que progresa el Progreso es, además, fascinante: en 1831 ya están construidos todos los puentes sobre los ríos; están plantados los árboles que van a dar sombra a la carretera, están levantadas las casas de los peones camineros que trabajarán en su mantenimiento, funciona el sistema de aranceles de peaje, han nacido los servicios de diligencias (estudiados hace un par de años por Santos Madrazo) y ya, una nueva y más potente Administración Central arrincona a la Sociedad Económica de Amigos del País haciéndose cargo de las carreteras hacia el Sur (Soria) y el Norte (Pamplona). Pues bien, una vez construido todo este mundo periférico al lugar de la ciudad, no han pasado ni treinta años cuando se inaugura el tramo del ferrocarril Bilbao-Tudela, con estación en Logroño. Y por si fuera poca la velocidad del Progreso, otros treinta años después, ya a finales de siglo, cuando las diligencias de Garrido, Preciado, Pavía y Marqués agonizan por culpa del ferrocarril, el recambio está preparado: el 3 de diciembre de 1895 se matricula el primer automóvil en Logroño, un Richard-Brassier de 20 h.p., y el 16 de noviembre de 1905 se expide el primer carnet de conducir.
Las convulsiones sociales que siguen a tales cataclismos ralentizan las obras del Progreso durante medio siglo pero, en cambio, se pueden advertir ya sus consecuencias: en 1900, Logroño no llegaba a los veinte mil habitantes; en 1950, cuando todavía había mulas por sus calles y árboles en las carreteras periféricas, sus habitantes eran más de 50.000. Este Logroño en crecimiento empezó a sentirse encorsetado por el río y la vía del tren. Sagasta le había regalado un segundo puente antes de cambiar de siglo, pero la ciudad apenas hizo uso de él. Para seguir creciendo, Logroño prefirió trasladar la vía del tren, empresa que consiguió en 1960. A partir de entonces todas las cifras se dispararon, y treinta años después, cuando ya no hay ni una carretera con árboles ni peones camineros, y las mulas son vistas por los niños locales con tanta curiosidad como los elefantes, Logroño tiene autovía de circunvalación, autopista de peaje, y más de 120.000 habitantes con 40.000 automóviles (llamados en el censo turismos ), 4.000 camiones, 3.000 motocicletas y 100 autobuses. Toda una potencia del movimiento y el transporte.
Y todo ello, claro está, metido en la misma explanada de seis kilómetros de diámetro definida por el monte Corvo, el Caracocha, la Pila, la Plana y Cantabria. Todo ello, digo, observado igualmente desde veinte kilómetros por el León Dormido, el Codés o el Serrezuela. La planicie irrigada por el río Iregua ha desaparecido fagocitada por las construcciones y al río Ebro debería llamársele más bien, cloaca Ebro. En fin, ni el cielo, ese quinto elemento sobre el que aún no he hablado, parece ser el mismo, pues suele estar surcado de estelas de aviones y, al decir de todos, ni da nieve ni tanta agua como antes.
Tamaño y transportes
Ciento veinte mil habitantes, dirán algunos, no es gran cosa comparados con los millones de las grandes conurbaciones del mundo, pero esa no es la cuestión. La magnitud de una ciudad ha de ser considerada en función de otros elementos, tales como el paisaje. Luis Diez del Corral, por ejemplo, señalaba (Del Viejo al Nuevo Mundo) que el escenario grandioso de la desembocadura del Hudson ya sugiere una ciudad del tamaño de Nueva York; la presencia de un peñón como el Pan de Azúcar es también capaz, en el caso de Río de Janeiro, de compensar los desvaríos de su anárquico urbanismo, etc. El tamaño de una ciudad es a su vez función de su relación con el territorio (más allá del lugar) y con un sistema de ciudades. En ese sentido, las demarcaciones políticas provinciales han desequilibrado el territorio potenciando la capital, cuyo tamaño ha sido también regulado por la hegemonía o el declive de otras ciudades cercanas. Por último, las posibilidades de capitalidad o de crecimiento de una ciudad están en función de la capacidad de su estructura interna, función a su vez de una topografía favorable o de una cuadrícula bien pensada.
La cuestión central en el tamaño de las ciudades radica en la analogía orgánica, es decir, en resolver la cuestión del límite que para otros organismos ya investigara el propio Leonardo da Vinci: es preciso preguntarse siempre cuándo una ciudad deja de ser un organismo estructurado para convertirse en un cáncer. Rara vez se ha planteado esta cuestión en materia de ciudades. El caso de Hilversum, en Holanda, puede ser una excepción. Dudok, su célebre arquitecto de la primera mitad del siglo, puso un límite a su crecimiento en cien mil habitantes dentro de un diámetro de 6 kilómetros, pero no explicó el por qué. Arturo Soria pensó en ciudades lineales ilimitadas en longitud, pero no en anchura, porque se articulaban sobre la columna vertebral del ferrocarril. La Escuela de Chicago se planteó que cuando una ciudad crece en mancha de aceite sobre un centro, llega un momento en que ese centro no soporta la presión de la ciudad y aparece una segunda corona de centros. Un límite geográfico o administrativo, los transportes públicos y el centro, son los elementos vertebradores de la ciudad como organismo. Ahora bien, ¿cuándo ese organismo degenera en un cáncer?. Mi diagnóstico es muy sencillo: cuando, gracias a la movilidad individual que proporciona el automóvil privado, el teléfono y los medios de comunicación en general, el centro, la estructura o los límites pierden su sentido. El proceso de autodestrucción de las ciudades abriendo sus carnes al automóvil es constante y, hasta la fecha, imparable. Melvin V.Webber ya sugirió en los años sesenta que los medios de comunicación privados iban a conseguir la ilocalidad absoluta. Las ciudades, en este final de siglo y de milenio, ya parecen estar todas disueltas en su territorio a través de las grandes arterias de transporte, y sólo quedan de ellas unos cascos históricos que los nostálgicos rehabilitan enfebrecidos creyendo que así van a salvar la ciudad.
Pero volvamos a Logroño y analicemos en ella las cuestiones de centro, de los límites y del transporte público. Ciento veinte mil habitantes se hallan hoy metidos en un lugar con forma de huevo cuyo eje mayor es de tres kilómetros y el eje menor no llega a dos. Tamaña densidad se soporta por la expulsión de los talleres a las zonas periféricas (polígonos industriales), por la creación de barrios marginales de vivienda barata fuera del perímetro de la ciudad (Yagüe, Varea, La Estrella) y por la reciente aparición de un sector de viviendas adosadas de una nueva clase media suburbana (Lardero-carretera de Soria y Villamediana).
De las cuatro líneas de autobús que hoy existen en Logroño –único y raquítico sistema de transporte público– tres de ellas nacen para enlazar esos barrios exteriores con la ciudad: Línea 1, Centro de Logroño-Lardero; línea 2,Yagüe-Centro-Varea; y línea 3, Centro-La Estrella. Las zonas industriales carecen de servicio público de transporte: los polígonos industriales de Cantabria, La Portalada o Cascajos funcionan con transporte particular o con autobuses contratados puntualmente por las empresas de gran número de obreros. Sólo el polígono San Lázaro se beneficia de la línea Yagüe-Varea por haberse incrustado en la carretera de enlace entre Yagüe y Logroño. Y para concluir con el triste panorama del transporte público a los centros de trabajo industrial, diremos que hace cosa de veinte años, a algún iluminado se le ocurrió hacer un gigantesco polígono (El Sequero) a más de doce kilómetros de distancia de la ciudad. Se instalaron allí algunas grandes empresas (Tabacalera) que funcionan con autobuses propios, mientras que en el resto del polígono semivacío los años han transcurrido lentamente entre escombros, malas hierbas y unas calles urbanizadas en las que las farolas se pudrían lentamente.
Por lo demás, el automóvil privado, sobre todo en forma de furgonetilla o tractor y remolque, ha resultado ser –admitámoslo– el medio más eficaz y probablemente insustituible para el traslado de los ciudadanos al campo circundante a realizar sus tareas agrícolas. No hay que olvidar que en Logroño sigue habiendo una cierta población agrícola que trabaja en las huertas de El Cortijo, del Iregua y de Varea, o en las viñas situadas en torno a sus tesos arcillosos. El tractor o la furgonetilla ha sustituido ventajosamente al carro y al burro sin causar apenas daños en ese territorio. Las bicis, sin embargo, nunca fueron muy utilizadas para ir al campo por el mal estado de los caminos y el necesario acarreo de pesos.
Pero vayamos ya con el problema del almacenaje de ese imponente parque móvil que describíamos más arriba. Según datos ofrecidos por el Ayuntamiento (que acaba de hacer un “exhaustivo” estudio del problema de aparcamiento en la ciudad), los 40.000 turismos, 4.000 camiones, 3.000 motocicletas y 100 autobuses duermen en 17.000 plazas de aparcamiento contabilizadas en las calles y en 13.000 plazas de aparcamiento específicas situadas fuera de la vía pública. Las cuentas, desde luego, no le cuadran: como las plazas contabilizadas son sólo de turismos, el Ayuntamiento no tiene ni idea de dónde paran los restantes 10.000 turismos, 4.000 camiones, 3.000 motocicletas y 100 autobuses, por no hablar ya de los tractores y sus remolques, que ni siquiera están en el censo.
Otro “estudio” sobre el tráfico ciclopeatonal (todo Ayuntamiento incompetente suele padecer fiebre de encargar estudios) confirma que sólo cuatro chalados van en bici por la ciudad, pero estima (sin decir en qué se basa la estimación) que en Logroño habrá unas treinta mil bicicletas metidas en las casas, ocupando los pasillos, las terrazas o los trasteros y pudriéndose, digo yo, como las farolas del polígono de El Sequero. Restos de promesas de las campañas electorales sobre las bicicletas pueden verse en los lugares más variopintos (por ejemplo a las puertas del Gobierno Civil en pleno centro de la ciudad): son unos extraños artilugios metálicos que dicen ser “aparcamientos para bicis”. También se oxidan en soledad.
En una ciudad tan pequeña, tres kilómetros de largo por dos de ancho, y con cruces por término medio cada cincuenta metros, la velocidad de los automóviles tendría que ser necesariamente lenta. Sin embargo, como se sabe, últimamente los coches se anuncian no ya por su velocidad punta sino por la aceleración de 0 a 100 km por hora y por la perfección de sus frenos ABS que impiden los derrapes. Si a esto añadimos el singular invento del semáforo, que permite de vez en cuando atravesar algún cruce sin parar, resulta que la circulación de vehículos deviene ruidosa y peligrosa: un informe de la policía urbana referente al tráfico interior de la ciudad de Logroño en 1993 da la cifra de 10 muertos y 400 heridos por los, así llamados, “accidentes” de tráfico.
La velocidad máxima permitida en el interior del casco urbano es de cincuenta kilómetros por hora, velocidad que permitiría cruzar Logroño de punta a punta diez veces en una hora; velocidad más que suficiente también para matar a cualquier peatón o ciclista en un descuido; y velocidad, sin embargo, que parece ser insuficiente para la mayoría de los impacientes conductores. Consecuencia inmediata del peligro que entraña la circulación de los automóviles es la triste ausencia de niños en las calles moviéndose por su cuenta.
Estos datos sobre transporte son suficientes para empezar a hacernos algunas preguntas y, en su caso, aventurarnos a dar algunas respuestas, no sin antes recordar que del problema del tráfico es consciente todo el mundo, incluso hasta los más tontos de nuestros gobernantes, pero que, sin embargo, cuando se les pregunta por sus soluciones, algunos, como el actual alcalde de Logroño, lo más inteligente que se les ocurre decir es que la solución llegará cuando el colapso sea total...(!?), como si la muerte de un sólo peatón atropellado, la humareda de un autobús ante un paso atestado de peatones o la presencia de 17.000 coches aparcados en las calles no fueran para ellos suficiente colapso.
Perspectivas urbanas
La fiebre de la movilidad en el hombre contemporáneo es tal que que para curarla a fondo sería preciso toda una revolución cultural y no esas mentecatas campañas publicitarias de los gobernantes con mala conciencia de “use el transporte público” que no sirven para nada. Una revolución cultural como la china, con campos de reeducación y todo eso, en los que a los ciudadanos no convictos se les hiciera abdicar por las malas de su ansiedad de movilidad. Una revolución cultural fundada en la verdad de que ese ir de un lado para otro no es sino una enfermedad llamada locura que consiste en creer que podemos dominar el mundo y estar en todas partes, e incluso acceder a un más allá; una locura fatal que ocasiona siempre la huida del aquí/ahora y la horrible ceguera ante el ser de las cosas, el ser del mundo y el ser del hombre. Todo moverse es una estupidez, o como más elegantemente señalaban los eleatas, una ilusión. Desmontar el mundo de la movilidad, hacer que cada cual vuelva a estar en su sitio, es una tarea inmensa pero también irrenunciable ante el ocaso de occidente y del mundo, ya avistado por los filósofos más lúcidos y los contables más honestos.
El proyecto, sin embargo, no puede llevar el nombre de revolución, pues contendría una evidente contradicción: la revolución es una vuelta más hacia delante. En todo caso debería llamarse involución, una vuelta hacia atrás o hacia dentro. Ahora bien, toda vuelta hacia atrás debe sortear el gravísimo riesgo de la nostalgia, ése en el que caen todos como moscas. La inocencia es un bien que no debe ni puede ser recuperado. Así que la eliminación de la movilidad, incluso aquella que trata de recuperar situaciones pasadas, nos lleva a plantearnos otras cuestiones como ¿cuál es el sitio de cada cual?, o ¿cómo volverá cada cual a encontrar su sitio?
Echemos un vistazo a esos campos agrícolas magníficamente labrados por las máquinas y casi absolutamente desiertos de gentes. Ahí estaban no hace cincuenta años todos aquellos que ahora se aprietan a vociferar en los estadios de fútbol o corren de un lado para otro por carreteras y autopistas. Pero echemos también un vistazo a los periódicos: seguro que un día sí y otro también nos traen la noticia del reajuste de personal de una fábrica (incluso las de automóviles ¡aahhh!), volviendo a dejar a los viejos campesinos, y ahora usuarios del estadio o la autopista, otra vez descolocados. El problema de esa gente no es que les quiten el coche para ir por la autopista hacia el estadio (razón por la que mayoritariamente ellos suelen protestar), sino que con la nueva descolocación se les plantea otra vez, con toda su crudeza, la búsqueda de su sitio en el mundo. Cerrados los campos por unas máquinas que cultivan mucho mejor que ellos con sus mulas, y expulsados de las fábricas que producen mucho mejor con sus robots que con sus manos y martillos, ¿dónde se meten?
Llamamos burocracia y servicios a los refugios que ofrece el siglo a los expulsados del campo y de las fábricas. Así, los sucesivos reequilibrios del mundo pasan por reajustar periódicamente la relación entre campo, industria, burocracia y servicios. Un crecimiento excesivo de la burocracia y servicios ahogando a campo e industria hasta el resuello, como ocurrió en la URSS la pasada década o como el que puso fin a la felicidad sueca, puede dar al traste con el sistema. Aquí, en este país llamado España, de vez en cuando suele salir algún ministro con la alarma: “de seguir ahogando a los sectores productivos, a medio plazo nos quedamos sin pensiones”.
Pues bien, una política sensata de transportes ha de tener en cuenta estas cuestiones principales y no sólo veleidades románticas por bicis y trenes. El asco que siente uno hacia ese mazacote de edificios en que se ha convertido Logroño en estos últimos ochenta años, lo es menos si se piensa que la ciudad no es ya la antigua sede de las gentes que trabajan en el campo, ni el posterior asentamiento de las élites que lo controlaban, ni tan siquiera el conjunto de barriadas de las masas que trabajaban en la industria, sino que es hoy ya el refugio de las masas que han sido expulsadas del campo y de la industria. La ciudad –hagámosnos a la idea– nunca volverá a ser campechana, ni nobiliaria o clerical, ni bella y burguesa; porque desde hace algún tiempo no es otra cosa que un gigantesco albergue de jubilados, una monstruosa oficina y un nutrido dispensario.
En una primera fase urbana, a todos esos jubilados, oficinistas y reparadores de cosas y gentes se les ha ocultado su condición dándoles un automóvil para que se muevan. La primera tarea cultural es, por lo tanto, advertirles del engaño; la segunda, señalarles que por mucho que se muevan con su automóvil no hay ya ningún sitio al que valga la pena ir; y tercera –una vez asumido que la ciudad no es más que lo señalado más arriba–, replantearnos los sistemas de movilidad urbana.
Para volver a unir la ciudad al lugar, esto es, para empezar a hacer de la ciudad un lugar, y para devolver a cada cual a su sitio, es preciso que el sistema de transporte entre ciudades sea exclusivamente público, que el sistema de transporte en la ciudad se realice mediante tranvías, bicis, vehículos lentos o andando, y que sólo el transporte de pesos entre el campo y la ciudad o entre distintos sectores de la ciudad se efectúe mediante automóviles que circulen a velocidades de tractor.
El primer problema que surge a este modelo de movilidad urbana es el siguiente: puesto que desde hace unas décadas las ciudades dejaron de ser un lugar hermoso donde estar, durante los últimos años los ciudadanos, al identificar la ciudad con el trabajo, el albergue o la prisión, decidieron huir masivamente cada fin de semana, cada puente o periodo de vacaciones. Recordemos que en cuanto la ciudad dejó de ser lo que era se le regaló a cada habitante un coche para poder huir de ella temporalmente. Ese coche fue asociado no a la movilidad del Progreso sino al tiempo de permiso concedido (ocio), razón por la que muy acertadamente se le denomina en las estadísticas como turismo. El impresionante impulso del Progreso colectivo tuvo su continuidad en la transferencia de la movilidad a los individuos, y así, las convulsiones sociales del pasado siglo y la primera mitad de éste han dado paso a un hombre individual en permanente convulsión, a un hombre poseso de movilidad. Y mientras antes, el que se movía no salía en la foto, ahora sólo hay fotos para aquél que se mueve permanentemente de un lado para otro, como los turistas, los deportistas o el ministro de asuntos exteriores. La gente está deseosa de vacaciones no para dejar de trabajar estando en su lugar, sino para volver a trabajar en algo moviéndose lo más posible de un sitio para otro y salir así en la foto del grupo de esquiadores o de beduinos por un día, que les confirme que están vivos.
A tanto loco suelto, desde luego, no se le puede quitar el automóvil de la noche a la mañana o cerrarle el surtidor de gasolina: sólo hay que ver cómo se puso occidente cuando le secuestraron a Kuwait. Una política sensata de reducción de la movilidad individual en el así llamado tiempo libre, ha de proceder con cautela. Los actuales políticos creen que a base de televisión y de espectáculos deportivos podría reducirse el número de bajas y de heridos del fin de semana, pero esas dos locuras son insuficientes para bloquear el frenesí de movilidad y hasta es más que probable que produzcan efectos de sentido contrario: después de cinco horas de televisión, probar la aceleración del auto es una tentación insuperable. Otros políticos más retrasados creen que la solución está en organizar más actos culturales los fines de semana (ahora los conciertos y las óperas no pasan del viernes), o incluso en campañas publicitarias: el Ayuntamiento de Logroño, viendo que se quedaba sin gente en su fiestas patronales de junio llegó a difundir un espantoso ripio que decía Quedaté en San Bernabé. Al menos en una primera fase, un verdadero tratamiento de shock implica oponer a la locura de la movilidad una locura de igual intensidad, y esa no puede ser (a mí no se me ocurre otra de momento) más que la locura de las compras. Durante este último año se ha debatido en toda Europa la posibilidad de abrir las tiendas los sábados y los domingos, creando así la posibilidad de volcar a la ciudad sobre sí misma los fines de semana. Ni que decir tiene que los sindicatos, verdaderos guardianes del desorden establecido, se han opuesto radicalmente a la medida y han obligado a cerrar, de momento, a aquellos establecimientos que tímidamente empezaban a abrir sus puertas en los días sagrados. Que yo recuerde (es un ejemplo), en mi viejo pueblo, aquel en el que la gente aún estaba en su sitio, las tiendas estaban siempre abiertas, fuera en Viernes Santo o en Navidad.
Ahora bien, conscientes de que la ciudad es sólo un masivo albergue, una siniestra oficina o un sucio taller de reparación/restauración (como se le llama últimamente al comer fuera de casa), buena parte de los logroñeses, los españoles y los occidentales todos han emprendido en las últimas décadas la tarea de construirse el hogar de verdad en el campo, la playa, el pueblo, el monte y hasta en las orillas de un vertedero, de manera que aceptan vivir cinco días en la ciudad de las pesadillas a cambio de un permisillo de salida de dos días a la casa de sus sueños. La ubicuidad de tales casas es hija, por supuesto, del automóvil de la libertad, así que a primera vista parece imposible resolver la accesibilidad a tantos sitios con transporte público. Una mala película española protagonizada por Alfredo Landa y un primo mío, proponía acertadamente quemar esas casas de los sueños porque no hacían sino aumentar las pesadillas urbanas. Pero ese método revolucionario no es prudente. Vistas con cierta imparcialidad, hay que convenir que la mayor parte de esas casas estacionales son una verdadera birria y un atentado al buen gusto, así que sólo se mantienen en pie porque han sido hechas por sus dueños a su imagen o semejanza, o aún peor, al gusto del arquitecto de turno. Siguiendo en la actual línea de degeneración de la especie (y de degradación de las ciudades) a nuestros hijos o a nuestros nietos esas casas les pueden parecer palacios, pero también cabe que una generación venidera más sensata que viva en unas ciudades más vivibles, las hiciera desaparecer hasta los cimientos para borrar ese manchón en el árbol genealógico.
Propuestas concretas
La primera medida a tomar ¡ya!, sin contemplaciones y ningún género de duda, es eliminar todos los vehículos privados actualmente aparcados en la calle, o sea, los diecisiete mil que tiene contabilizados el Ayuntamiento. Es una vergüenza, insostenible ni un día más, que la calle pública sea utilizada como almacén de propiedades particulares. Así que, teniendo en cuenta que cada uno de esos aparcamientos ocupa unos 10 m2 y que la superficie de maniobra para aparcar puede ser, echando por lo alto, de otros diez, con sólo treinta y cuatro hectáreas repartidas en media docena de aparcamientos de a 6 hectáreas cada uno, se crearían facilísimamente unos aparcamientos públicos en el extrarradio de la ciudad, liberando en ésta, para el uso de peatones y bicis, una superficie equivalente a 17 veces la plaza del Espolón; con la ventaja adicional de que la famosa segunda fila de aparcamiento se convertiría ahora en primera fila, facilitándose así las necesarias tareas de carga y descarga en la puerta de cada casa.
La segunda medida inmediata es prohibir que todo vehículo privado de tracción mecánica que circule por el interior de una ciudad lo haga a una velocidad superior a 20 km por hora, de manera que nunca puedan arrollar a un ciclista. A veinte kilómetros por hora se recorre Logroño de lado a lado en 6 minutos por su parte más corta, y en 10 minutos por su diámetro largo. Ya vale.
Como consecuencia de la limitación estricta de velocidad máxima y de una nueva norma de funcionamiento en los cruces que expondré a continuación, se eliminarán todos los semáforos de la ciudad, por resultar carísimos e inútiles: los semáforos sólo sirven para correr más y para dar más frenazos. La ley urbana que regulará los cruces de todo tipo de vehículos y bicicletas es la de que, llegados a un cruce en el que no haya rotonda (ese diseño que resuelve por sí sólo el problema) se funcione exactamente igual que si la hubiera, es decir, permitiendo el paso de quien hubiera llegado antes sin parar del todo el vehículo, y en caso de simultaneidad, permitiendo el paso del que llega por la derecha, bien entendido que sólo a un vehículo y no a toda la fila que venga detrás, porque el que viene detrás ha llegado al cruce más tarde de uno y ya no hay simultaneidad. La circulación resultará así mucho más fluida porque aunque se corre menos en el sentido actual de acelerones y frenazos, se estará siempre mucho menos tiempo en cada cruce, e incluso en los cruces que hubiera atasco, siempre estarámos moviéndonos poco a poco hacia delante, evitando esa tensión que surge cuando llevamos metidos en el coche un buen rato con el motor encendido y sin movernos un centímetro.
No se podría prescindir de la polícia de tráfico en una primera fase para controlar los excesos de velocidad y los incumplimientos de la norma universal en los cruces pero, en definitiva, no es a los policías a quienes compete ser severos con quienes por correr con un coche, atropellan, hieren o matan a otras personas. Es a las leyes y a los jueces a los que cabe tal responsabilidad. Las sentencias de la justicia española (e imagino que las de la occidental toda) sobre los homicidios cometidos por los automovilistas contra peatones, ciclistas o contra otros automovilistas, constituyen por sí mismas una de las mayores vergüenzas de nuestra época. Desde cierta perspectiva podría decirse que dichas sentencias provocan la sensación de que en las calles hay declarado como un estado de guerra que elimina la culpabilidad de quienes matan a otras personas en los, así llamados, accidentes de tráfico. Todo homicidio es estúpido y debe ser duramente castigado porque nunca jamás podrá justificarse, –de la misma manera que no puede justificarse la pena de muerte. Ahora bien, puestos a buscar justificación, los más injustificables serían aquellos que no tienen finalidad alguna, aquellos que se hacen gratuitamente y sin motivo, aquellos en los que el capricho de alguien por correr es capaz de hacerle ignorar la existencia en el camino de otras vidas humanas. Sólo unas sentencias elevadísimas, las más duras y humillantes que cabe, contra esos asesinos de automóvil sin móvil, acabarían de una vez y para siempre con esa plaga de los muertos y heridos por accidentes de tráfico, y a su vez –como es nuestra intención en estos momentos– con la velocidad de los coches en el interior de las ciudades.
La circulación de vehículos privados a velocidades bajas redundaría en beneficio del transporte público (tranvías de líneas independientes), ciclista y peatonal, con la irrupción en escena de nuevos tipos de automóviles menos ruidosos y contaminantes, como los eléctricos y los de energía solar. Una de las más claras contradicciones del vigente sistema de transporte en superficie es la que radica en utilizar el mismo vehículo para el transporte urbano y el interurbano. Que un camión de gran tonelaje, tan grande como un tren, pueda transitar por una callecita urbana, es tan lamentable como ridículo es que en trayectos urbanos se saquen medias de cuatro, cinco o seis kilómetros por hora en coches diseñados en un túnel de viento.
Está claro que Venecia, la ciudad más tranquila del mundo, la ciudad que más se parece a mi viejo pueblo, aquél en el que la gente estaba en su sitio, es el modelo a seguir. Los coches o los trenes amarran en un par de puertos situados en el extrarradio para que el fluir por sus calles no exceda de la velocidad que permiten sus aguas. La Naturaleza, que no los hombres (conocidos son los proyectos de cubrir algunos canales para meter por allí coches), ha puesto allí un límite de cuyo éxito no duda absolutamente nadie. Tranvías por vaporetos y coches solares por góndolas, Logroño, con unas pocas medidas sobre tráfico como las aquí apuntadas podría convertirse en una ciudad que diese ejemplo al mundo entero, una Venecia sobre tierra y sin humedad ni olor a alcantarilla, una Venecia sin el peso agobiante de su pasado artístico, una Venecia con la ventaja de incorporar las bicis, una ciudad para vivir sin peligros y sin complejos.
¿Más estudios costosos a consultings de ingeniería?, ¿invitaciones millonarias al, así llamado, mago del tráfico para que toque nuestra ciudad con su varita mágica?, ¿peatonalizaciones de algunas calles o carriles bicis en algunos trayectos para calmar la conciencia? ¡Que ingenuidad!, ¡que estupidez!. A partir de este número de Archipiélago, Logroño, o cualquier otra ciudad que quiera ser un digno lugar habitable de la postpostmodernidad, ya sabe lo que tiene que hacer. No hay disculpas. El destino está escrito y sólo cabe esperar que acontezca.
Así que mientras tanto, y para amenizar la espera, no estaría de más echar un ojeada al cielo de Logroño, ese quinto elemento del que, por cierto, apenas hemos hablado.
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