Dedicatoria e Indice
Presentación
La ciudad
Conferencia de Nápoles
Lamentos sobre la ciudad
Algunas notas sobre la cuestión de las periferias
Los lugares no tienen memoria
Metrópolis y Provincia
1984 o la era del hombre mosquito
El tráfico
Lugar, ciudad y transportes. El caso de Logroño
El medio ambiente y sus enemigos
Carril Bici
El patrimonio histórico
Ciudad y Casco Antiguo: siete notas
Arquitectura y Patrimonio
Partes de la ciudad
La piel de la ciudad
Huecos Urbanos
A vueltas con las plazas duras
La calle Duquesa de la Victoria
A corazón abierto
Es cultura urbana
El sentido de lo público
Los profesionales de la ciudad
De hidalgo a chivo
Ligar o teorizar
Arquitectos e ingenieros
Ciudades
Nueva York
Del seny al disseny
Berlín
Estocolmo. La ciudad y el agua
La heroica Logroño
Mirar en contraste
Anguciana, capital Perú
Arquitectos y edificios insignes
Rafael Moneo y el Ayuntamiento de Logroño
Las verdaderas fotos del lugar Atocha
Un silo muy cursi en Santander
El patio de mil casas no es particular
Libros
Memorias Bohigas
Pritzker Moneo
Moral y Arquitectura. David Watkin
Caos, ciudad y laberinto
Construyendo en el aire
Arquitectónica. José Ricardo Morales
Diferencias. Topografía de la ciudad contemporánea. Ignacio Solá-Morales
Cartas
Carta a la revista UR. Director: Manuel Solá-Morales
Carta a un estudiante de arquitectura
viernes, 30 de marzo de 2007
CARTA A UN ESTUDIANTE DE ARQUITECTURA
(Tal cual, esta es una carta a un estudiante de Arquitectura que tenía que hacer un trabajo de curso.)
Me ha pedido tu padre que te enviase algunas referencias teóricas sobre la Arquitectura para que encadenases luego tú una reflexión general que, según me dice, te han pedido como trabajo de curso.
Una muy buena reflexión, similar a la que te piden, puede ser la voz Arquitectura del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa en la editorial Planeta. Lo encontrarás en cualquier biblioteca y aún en las librerías.
En cualquier caso siempre es bueno incluir en una reflexión de estudiante la propia etimología de la palabra y lo que se puede deducir de ello, y luego las definiciones más famosas.
En cuanto a la etimología has de saber que es antes el arquitecto que la arquitectura, porque arquitecto no significa nada más que arqui (el jefe) de los tectos (albañiles). La construcción, como la música sinfónica, es una obra colectiva, y para tener una mínima coherencia necesita un director. Lo que salga de ello no sabremos aún si es o no Arquitectura con mayúsculas, y si esa arquitectura estará más o menos ligada a la expresión colectiva de la época o a los devaneos artísticos del arquitecto.
En la línea de la etimología, Adolf Loos decía que un arquitecto no es más que un albañil que sabe latín, mientras que Mies van der Rohe afirmaba que la arquitectura nace cuando ponemos un ladrillo junto a otro con esmero.
William Morris, sin embargo, en su famosa definición (que podrás encontrar en la Historia de la Arquitectura Moderna de Leonardo Benévolo) extendía la definición de Arquitectura a toda intervención humana sobre la corteza terrestre exceptuando el desierto. Si Dios, sea mal o buen arquitecto, es el responsable de la arquitectura celestial, los hombres, según Morris somos siempre arquitectos (generalmente malos) cuando alteramos la naturaleza y nos apropiamos de los lugares.
Hay un pasaje interesante en el Nuevo Testamento cuando en no se qué monte, Jesucristo al encontrarse muy a gusto con sus apóstoles les dice: “construyamos tres tiendas en este lugar”. La construcción aparece así como el acto humano de señalización y apropiación de un lugar, y ese carácter significativo trascenderá siempre el propio hecho constructivo y adquirirá el distintivo de “arquitectura”. Esas tiendas, serán templo, y desaparecidos los dioses, “patrimonio de la humanidad” o cualquier martingala de esas que declaran la UNESCO y los gobiernos.
Claro que también la construcción se transfigura en escultura humanizándose: la arquitectura griega no es otra cosa que la “esculturización” de la construcción. Cuando un pilar, o una junta entre muro y suelo son tratados con la delicadeza de una moldura, la arquitectura aflora. En este último sentido, toda construcción en la que no haya un interés escultórico no merece ser llamada arquitectura.
En fin, espero que con estas referencias puedas ponerte a divagar y a llenar folios para que tus profesores te aprueben. Y si no eres proclive a las divagaciones, agarra cualquier manual de teoría de arquitectura, de los innumerables que hay, y cópiate media docena de páginas, que copiar siempre es sano y los profesores casi nunca nos leemos los trabajos de los alumnos.
martes, 27 de marzo de 2007
CARTA A LA REVISTA UR/ director Manuel Solá-Morales
Revista UR / Laboratorio de Urbanismo de Barcelona
Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona
Aquí en Periferia, es decir, en Logroño, he recibido el número 9-10 de vuestra revista. He dedicado unas cuantas horas a leerla-traducirla-interpretarla, y después de tamaño esfuerzo me he preguntado si había entendido algo; y para ser sincero conmigo mismo y no engañarme con la necesidad de tener que sacar alguna rentabilidad a mi trabajo, me he contestado que no.
No sé si vuestro nivel de conocimientos y comprensión del mundo es alto o bajo. Lo que sí que puedo deciros es que vuestro nivel de comunicación está muy próximo a lo que todavía aquí se entiende por “cero absoluto”. Heidegger a vuestro lado me resulta agua cristalina.
Quiero creer que lo que me habeis enviado es un álbum de fotos y apuntes de vuestras reuniones que, como habitantes de metrópolis, las exhibís sin ningún tipo de pudor.
Puesto que aquí en Periferia aún tenemos un poco de decencia y creemos en la comunicabilidad, os rogaría que os guardaseis de ahora en adelante de enviarme nuevos números de vuestra revista.
Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona
Aquí en Periferia, es decir, en Logroño, he recibido el número 9-10 de vuestra revista. He dedicado unas cuantas horas a leerla-traducirla-interpretarla, y después de tamaño esfuerzo me he preguntado si había entendido algo; y para ser sincero conmigo mismo y no engañarme con la necesidad de tener que sacar alguna rentabilidad a mi trabajo, me he contestado que no.
No sé si vuestro nivel de conocimientos y comprensión del mundo es alto o bajo. Lo que sí que puedo deciros es que vuestro nivel de comunicación está muy próximo a lo que todavía aquí se entiende por “cero absoluto”. Heidegger a vuestro lado me resulta agua cristalina.
Quiero creer que lo que me habeis enviado es un álbum de fotos y apuntes de vuestras reuniones que, como habitantes de metrópolis, las exhibís sin ningún tipo de pudor.
Puesto que aquí en Periferia aún tenemos un poco de decencia y creemos en la comunicabilidad, os rogaría que os guardaseis de ahora en adelante de enviarme nuevos números de vuestra revista.
lunes, 26 de marzo de 2007
DIFERENCIAS. TOPOGRAFIA DE LA ARQUITECTURA CONTEMPORANEA
de Ignasi Solá-Morales
(El texto que sigue es un fragmento de una carta a mi amigo Victor García Oviedo, de Julio de 1996, en el que aprovecho para aconsejar otras lecturas de filosofía y arquitectura.)
Acabé ayer la lectura del libro de Ignaci Solá-Morales que me recomendaste. Una valoración muy muy sintética sería la siguiente: Cada artículo aislado es bastante blando en sí mismo y las referencias filosóficas certeras pero vagas. Juntos todos ellos adquieren mucho mayor peso en cuanto a las referencias exteriores, pero adolecen entonces de la ausencia de un nervio interior y de ser escasamente pedagógicos. Me explico: hay un empeño muy loable, que me ha sorprendido agradablemente, de ligar pensamiento arquitectónico y marco filosófico, si bien tengo mis dudas de que los arquitectos protagonistas de la historia hayan sido siempre conscientes de esa relación, tal y como parece sostener Solá-Morales. Más bien, creo que se trata de buenas intuiciones, o aciertos del azar. El mejor artículo, sin duda, es el que hace referencia al Existencialismo y las crisis del movimiento moderno. Menos clara es la relación de la arquitectura con el pensamiento marxista de los sesenta y el repliegue de la disciplina hacia los “fundamentalismos”: hay varias interpretaciones de la “tendenza” en distintos artículos, no muy coherentes entre sí y otros apuntes más o menos válidos, pero insisto, sólo hilvanados, y escasamente pedagógicos para quien quiera entender algo, bien de filosofía o bien de arquitectura.
Lo peor sin duda del libro es su aceptación del fin de la historia y el aplauso a los “pliegues” en que se refugia la arquitectura o a la propia arquitectura concebida como acontecimiento, porque esa postura no deja de ser sino una velada manifestación autobiográfica. La blandura de Ignaci en ese punto es francamente detestable y así se lo hice saber desde mi butaca en la sala de un congreso sobre la ciudad celebrado el año pasado en Alicante : sus clases magistrales pertenecen a un género que es entretenido, e incluso estimulante para el receptor, pero que es sobre todo “autocomplaciente” para el orador, quien actúa como una nueva “starlet” del pensamiento tejiendo imágenes con la habilidad de un trapecista o de un montador de anuncios para televisión. Un pensador no es eso, le dije. Y mucho menos, un pensador que dirige la reconstrucción del Liceo de Barcelona. (Luis Racionero al día siguiente, me dijo que lo que había dicho estaba muy bien pero que si quiero llegar a “ser alguien” “eso no se hace”...; y es que por lo visto debe haber un gremio tácito o clandestino de figurones.)
El artículo titulado “Sadomasoquismo. Crítica y práctica arquitectónica”, es en ese sentido bastante indignante. Compáralo por ejemplo con la entrada “Crítico” del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa (¿aún no te lo has comprado?/ya estás bajando a por él/ sólo por leer la voz Artista ya vale la pena/la voz Arquitectura la has podido leer en ELhALL12). Hay un peloteo entre Ignasi y las estrellas de la arquitectura muy cercano al del Galiano o al del Verdú, y eso no es masoquismo ni sadismo, sino simple y frívola cama redonda.
Ahora bien, que buena parte del libro de Ignaci gire entorno a la Conferencia de Heidegger en 1951 sobre Construir, Habitar, Pensar, quiere decir que está bien informado y sabe por dónde van los tiros. Otro de los momentos más felices del libro es la pag. 148 en que narra de un modo muy particular y acertado la relación de Le Corbusier con la técnica, si bien se ve que no tiene ni repajolera idea de Jünger cuando a continuación lo menciona como “decidido cantor del nuevo hombre de la civilización técnica ” (pág. 149) citando su obra el El trabajador, que es meramente descriptiva de la situación entreguerras, y no mencionando ni siquiera La emboscadura que es su libro de tesis sobre la cuestión. Lamentable.
De Heidegger en adelante Ignaci se va hacia Deleuze, que es filósofo mas próximo al cuento del fin de la historia y a la blandenguería poética y ahí es donde creo conveniente señalar que HAY OTROS CAMINOS. En el territorio del pensamiento, el más profundo y desarrollado de Heidegger en adelante, creo que está en Emanuele Severino: Hazte por ejemplo con La tendencia fundamental de nuestro tiempo, editorial Pamiela, que es un libro hermoso, como todos los de buena filosofía, y que aunque escrito en 1989 tocando asuntos de geoestrategia que han quedado obsoletos, su trasfondo filosófico es impresionante y mucho más fácil de entender en este texto que en otros suyos más herméticos o académicos, como por ejemplo La esencia del nihilismo.
Quisiera aconsejarte en este sentido que recondujeses tus lecturas de “ética” hacia la ontología porque sin un fundamento teológico o sin un fundamento ontológico, no tiene mucho sentido hablar de ética. En el libro de Severino que te recomiendo hay un capítulo titulado “La ética de la ciencia” que es un claro ejemplo de lo que te digo.
Sobre los “otros caminos” por los que cabe pensar en arquitectura, tengo más dudas así que sigo “creyendo” que El modo intemporal de construir/Un lenguaje de patrones de Christopher Alexander, es un mineral en bruto que hay que trabajar. O el nuevo Giorgio Grassi, acaso, sea otra de las referencias más interesantes (ni uno ni otro aparecen para nada en el libro de Ignaci) en su interpretación de las arquitecturas ligadas al lugar y abiertas al tiempo. Seguramente tendré que salir de dudas en este terreno si me animo a empezar mi tesis doctoral.
(El texto que sigue es un fragmento de una carta a mi amigo Victor García Oviedo, de Julio de 1996, en el que aprovecho para aconsejar otras lecturas de filosofía y arquitectura.)
Acabé ayer la lectura del libro de Ignaci Solá-Morales que me recomendaste. Una valoración muy muy sintética sería la siguiente: Cada artículo aislado es bastante blando en sí mismo y las referencias filosóficas certeras pero vagas. Juntos todos ellos adquieren mucho mayor peso en cuanto a las referencias exteriores, pero adolecen entonces de la ausencia de un nervio interior y de ser escasamente pedagógicos. Me explico: hay un empeño muy loable, que me ha sorprendido agradablemente, de ligar pensamiento arquitectónico y marco filosófico, si bien tengo mis dudas de que los arquitectos protagonistas de la historia hayan sido siempre conscientes de esa relación, tal y como parece sostener Solá-Morales. Más bien, creo que se trata de buenas intuiciones, o aciertos del azar. El mejor artículo, sin duda, es el que hace referencia al Existencialismo y las crisis del movimiento moderno. Menos clara es la relación de la arquitectura con el pensamiento marxista de los sesenta y el repliegue de la disciplina hacia los “fundamentalismos”: hay varias interpretaciones de la “tendenza” en distintos artículos, no muy coherentes entre sí y otros apuntes más o menos válidos, pero insisto, sólo hilvanados, y escasamente pedagógicos para quien quiera entender algo, bien de filosofía o bien de arquitectura.
Lo peor sin duda del libro es su aceptación del fin de la historia y el aplauso a los “pliegues” en que se refugia la arquitectura o a la propia arquitectura concebida como acontecimiento, porque esa postura no deja de ser sino una velada manifestación autobiográfica. La blandura de Ignaci en ese punto es francamente detestable y así se lo hice saber desde mi butaca en la sala de un congreso sobre la ciudad celebrado el año pasado en Alicante : sus clases magistrales pertenecen a un género que es entretenido, e incluso estimulante para el receptor, pero que es sobre todo “autocomplaciente” para el orador, quien actúa como una nueva “starlet” del pensamiento tejiendo imágenes con la habilidad de un trapecista o de un montador de anuncios para televisión. Un pensador no es eso, le dije. Y mucho menos, un pensador que dirige la reconstrucción del Liceo de Barcelona. (Luis Racionero al día siguiente, me dijo que lo que había dicho estaba muy bien pero que si quiero llegar a “ser alguien” “eso no se hace”...; y es que por lo visto debe haber un gremio tácito o clandestino de figurones.)
El artículo titulado “Sadomasoquismo. Crítica y práctica arquitectónica”, es en ese sentido bastante indignante. Compáralo por ejemplo con la entrada “Crítico” del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa (¿aún no te lo has comprado?/ya estás bajando a por él/ sólo por leer la voz Artista ya vale la pena/la voz Arquitectura la has podido leer en ELhALL12). Hay un peloteo entre Ignasi y las estrellas de la arquitectura muy cercano al del Galiano o al del Verdú, y eso no es masoquismo ni sadismo, sino simple y frívola cama redonda.
Ahora bien, que buena parte del libro de Ignaci gire entorno a la Conferencia de Heidegger en 1951 sobre Construir, Habitar, Pensar, quiere decir que está bien informado y sabe por dónde van los tiros. Otro de los momentos más felices del libro es la pag. 148 en que narra de un modo muy particular y acertado la relación de Le Corbusier con la técnica, si bien se ve que no tiene ni repajolera idea de Jünger cuando a continuación lo menciona como “decidido cantor del nuevo hombre de la civilización técnica ” (pág. 149) citando su obra el El trabajador, que es meramente descriptiva de la situación entreguerras, y no mencionando ni siquiera La emboscadura que es su libro de tesis sobre la cuestión. Lamentable.
De Heidegger en adelante Ignaci se va hacia Deleuze, que es filósofo mas próximo al cuento del fin de la historia y a la blandenguería poética y ahí es donde creo conveniente señalar que HAY OTROS CAMINOS. En el territorio del pensamiento, el más profundo y desarrollado de Heidegger en adelante, creo que está en Emanuele Severino: Hazte por ejemplo con La tendencia fundamental de nuestro tiempo, editorial Pamiela, que es un libro hermoso, como todos los de buena filosofía, y que aunque escrito en 1989 tocando asuntos de geoestrategia que han quedado obsoletos, su trasfondo filosófico es impresionante y mucho más fácil de entender en este texto que en otros suyos más herméticos o académicos, como por ejemplo La esencia del nihilismo.
Quisiera aconsejarte en este sentido que recondujeses tus lecturas de “ética” hacia la ontología porque sin un fundamento teológico o sin un fundamento ontológico, no tiene mucho sentido hablar de ética. En el libro de Severino que te recomiendo hay un capítulo titulado “La ética de la ciencia” que es un claro ejemplo de lo que te digo.
Sobre los “otros caminos” por los que cabe pensar en arquitectura, tengo más dudas así que sigo “creyendo” que El modo intemporal de construir/Un lenguaje de patrones de Christopher Alexander, es un mineral en bruto que hay que trabajar. O el nuevo Giorgio Grassi, acaso, sea otra de las referencias más interesantes (ni uno ni otro aparecen para nada en el libro de Ignaci) en su interpretación de las arquitecturas ligadas al lugar y abiertas al tiempo. Seguramente tendré que salir de dudas en este terreno si me animo a empezar mi tesis doctoral.
ARQUITECTONICA / José Ricardo Morales
(Publicado en el nº 48 de la revista Archipiélago.)
A la hora de reseñar un libro lo primero que hay que decir al lector de la reseña es si vale la pena leer el libro reseñado, o si leerlo va a ser para él un gozo o, incluso, si le será de utilidad. En el caso de que el libro en cuestión, además de incremento de conocimiento del lector, pueda ser, con toda probabilidad, una referencia insoslayable para él, el reseñista ha de aconsejar claramente sobre su compra y tenencia. Pues bien, puestas estas reglas del juego, resuelvo esta reseña diciendo al lector de la misma que vaya y se lo compre, que lo lea, que lo subraye y que lo guarde entre los diez libros de teoría de la Arquitectura que han de constituir su mejor fundamento de saber arquitectónico.
Y cuando haya acabado el lector con ese proceso, rásguese las vestiduras maldiciendo al mundo editorial de la arquitectura por habernos privado a los lectores españoles durante más de treinta años de un libro de tal cualidad mientras se ha publicado tanta basura. Item más, antes incluso de quitarse los harapos, llénese una buena copa del mejor vino y brinde por la afinidad o incluso por la amistad de un hombre tan cercano en las preocupaciones y tan lejano geográficamente como pueda ser José Ricardo Morales, un malagueño emigrado a Chile en 1939, de quien yo no tenía ni idea, pues nunca nadie me había hablado de él ni en las escuelas, ni en las páginas de arquitectura de revistas y periódicos. Bueno, y como un vino siempre es poco, póngase luego otro para celebrar que, aunque tarde, las cartas siempre llegan, y que eso es lo bueno de ser lector.
Dicho todo esto, resumir los contenidos del libro, hacer alguna correción, o sugerir alguna adenda (tareas propias del reseñista) me parece poco pertinente, sobre todo porque con dos vinos en ayunas ya me he puesto muy alegre, y con los ojos chispeantes sólo se me ocurre contar dos tres cosas sueltas que las mismas tres partes del libro me han traído a la memoria.
Cuando era joven e inexperto y me había recién instalado en provincia, tuve la ocurrencia de presentar una comunicación a un Congreso de Historia y Arte, en la que trataba de pensar, sí, sólo pensar, sobre unas casas solariegas del siglo XVIII, aquí en La Rioja. Los organizadores prestaron escasa atención cuando la leí, porque iba firmaba por un arquitecto y no un historiador, y posteriormente recibí una carta en la que un, así llamado, “comité científico” del Congreso desestimaba su inclusión en la publicación de las Actas del mismo. A los tipos que organizaron tal Congreso o a los eruditos del “comité científico”, de cuyos nombres no quiero acordarme, les dedico (y me pongo un vino más) la primera parte del libro de Morales en la que ridiculiza con humor y elegancia, y pulveriza inmisericorde, a toda esa forma de hacer historia estilo siglo XIX (¡pero aún vigente en mi provincia, ...y en tantas otras...ay!) que considera que la arquitectura son colecciones de hechos, o leyes de procesos.
Animado como estoy con tres vinos, felicito seguidamente a José Ricardo Morales por la crítica tan certera que en la segunda parte del libro hace a las teorías clásicas, para las que la arquitectura es un objeto formal concluso, o a las funcionalistas, en las que se confunde el tocino con la velocidad. La crítica a la arquitectura conclusa es del máximo interés y conecta directamente con las propuestas de Manuel Iñiguez de una arquitectura abierta al tiempo y al lugar (véase Archipiélago nº 34-35, pág. 100). La teoría espacial, a la que le da un tercer sillón, creo que no es sino parte de la propia teoría clásica, y que ahí se despistó un poco Morales por el reciente éxito, en aquel entonces, del best seller de Zevi (al que le da un merecido varapalo), y porque acaso la idea del espacio podía ensombrecer la mucho más intensa de lugar (pág.128) a la que dará paso en la tercera parte de su libro.
Hace algún tiempo, en la Historia de la Teoría de la Arquitectura de Hanno-Walter Kruft, me sorprendió encontrar entre los primeros tratados sobre arquitectura las famosas Etimologías de Isidoro de Sevilla. No he tenido nunca acceso a tan famoso libro, pero el de José Ricardo Morales, bien pudiera ocupar su lugar por cuanto que el método utilizado para fundar una teoría de la arquitectura no es otro que el etimológico: con sólo atender a lo que dicen y nombran las palabras ya tenemos el saber teórico en nuestra mano y ya podemos, por tanto, “hacer” arquitectura. A partir de ahí cumplimenta y complementa a Heidegger ensanchando el sentido del habitar de la arquitectura, hacia el poblar de la ciudad; todo muy bien, y lo de la representatividad de la arquitectura que luego añade, también. Pero creo que al final no acierta del todo con la crítica a la ciudad extensa como amenaza pública a la arquitectura (pág. 203). Si el esfuerzo teórico es un esfuerzo etimológico, el fin de la arquitectura no es tanto su extensión indefinida (metrópoli) como el mal que va asociado a su exagerada magnitud en el viejo mito de la torre de Babel, –aunque no tomada ahora como confusión de lenguas sino como enajenación de la propia. Para muestra un botón: la colección de la editorial Biblioteca Nueva en que se publica el libro de Morales se llama mismamente “Metrópoli” y se subtitula “Los espacios de la arquitectura” (!!??). Si la colección se hubiera llamado “Claudia Schiffer”, y subtitulada “Manuales de Estética”, no hubiera sido mucho más desacertado y es posible que tendría más ventas.
Pero no se me haga mucho caso de lo que digo, que seguro que es por efecto del vino de la celebración.
sábado, 24 de marzo de 2007
CONSTRUYENDO EN EL AIRE
Reseña de COSMOPOLITAS DOMESTICOS/ Javier Echeverría
(Este es uno de las pocos escritos realizados “por encargo” de la revista Archipiélago, y de ahí su tono coloquial, –casi epistolar.)
Estoy hecho un verdadero lío; así que perdóneme el lector, el director de esta revista, el autor del libro y sus amigos –y perdóneme también la palabra que quiere hablar por mi boca–, pero para poder decir algo sensato de Cosmopolitas domésticos creo que tengo que desenredarme previamente ante todos Vds. Llevo ya bastante tiempo dando vueltas en torno a los dos últimos trabajos de Javier Echeverría y ayer me llamó la redactora jefe de Archipiélago para decirme que iban ya a cerrar la edición y que tenía apenas unas horas para escribir mi reseña.
Voy por partes. Primero fue Félix de Azúa el que recomendó Telepolis como un libro de interés. Leí la solapa y le contesté airadamente que un tal M.W.Weber me había cargado ya bastante a comienzos de los setenta con sus historias de los “dominios urbanos ilocales”, esto es, con la posibilidad de estar interconectado con un ser humano que vivía en la otra esquina del planeta e ignorar al vecino de mi rellano de escalera. Azúa se enfadó ante mi insolencia, claro está, pero es porque aún no sabía entonces que la voz que trata de hablar por mi boca es justamente la voz del lugar, la voz del vecino, la del cuerpo, la del ser (¡caramba!), y no ninguna voz perdida en el éter, ninguna voz llamada cultura, producto o intercambio, como esas con las que precisamente se construyen telépolis.
Esa voz que quiere hablar en mí es tozuda, digo, pero también afirmo que soy un sentimental y que para perdonarme lo mal que me había portado con mi consejero me compre este año, en cuanto salió, Cosmopolitas domésticos. El director de Archipiélago se enteró de que estaba yo en la tarea y sin pensárselo ni una fracción de segundo me encargó un comentario para su revista. “Eso sí, Juan –me dijo–, sé sensato y moderado; mira que Javier Echeverría es una de las pocas personas que piensa en este país con cierta enjundia, con madurez; es decir, que no es de esas personas a las que debamos increpar desde la indigencia de nuestras islas; utiliza argumentos sólidos y de peso, como los que usa él mismo... etc., etc.”. Un encargo imposible, desde luego, pues me pide educación y cortesía cuando él sí que sabe que mi áspera voz de “lugareño” no puede sino alzarse violentamente contra la templada voz del “cosmopolita”.
El tercer nudo de este enredo es más que doméstico: cada dos años los profesores de la Escuela de Artes y Oficios de Logroño solemos hacer una exposición colectiva de esas pinturillas y esculturas con las que nos desahogamos entre clase y clase. Como acostumbran a ser un caos de inconexión, se pensó este año en un tema que la vertebrase. Acababa yo de leer en la página 22 de Cosmopolitas domésticos que el autor no se proponía “pintar la nueva casa (la del teléfono, televisión y ordenadores interconectados) sobre un lienzo”, así que les dije a mis compañeros a ver qué les parecía leerse el libro y probar a pintarla nosotros. La respuesta fue un sí unánime y hemos invitado a Javier Echeverría a que vea como pueden tomar forma sus reflexiones. Nuevamente se me plantea ser un anfitrión cortés y hospitalario, como corresponde a las gentes de esta tierra.
Pero mientras tanto y sin embargo, mis pensamientos –o los de esa tenebrosa voz del lugar, del cuerpo, del vecino y del ser de las cosas–, son tan violentos contra lo que dice Javier Echeverría en su libro que no puedo acallarlos aunque quisiera. Por buscarles a estos pensamientos una referencia, he pensado que conectan perfectamente con una memorable columna de Rafael Sánchez Ferlosio en El País sobre el famoso escándalo político policial de las escuchas telefónicas. Argumentaba maliciosamente Sánchez Ferlosio más o menos así: fascinados los policías y los políticos ante la capacidad cuasi mágica del aparatito inventado (y adquirido) para oír las conversaciones ajenas, ¿cómo no utilizarlo?, ¿cómo no ver en él una “fuente de bienes” para el poseedor del aparatito? Pues bien, algo de esa misma enajenación creo que le ha tocado a Javier Echeverría, y si no me creen, lean conmigo el comienzo del capítulo diez: “desde el punto de vista del fomento de las libertades individuales y de la creación de la ciudad igualitaria, el cambio más profundo y esperanzador que se está produciendo en las casas proviene de las redes telemáticas” (!!) (??)
En estas mismas páginas y sección, reseñando Telepolis, José Angel González Sainz ya le advertía a Echeverría que “nada se me antoja más lejano a la profundización de la democracia que la lejanía” y que en caso de aceptar la ciudad de las lejanías sería en la desesperanza de que “sólo en la pantalla somos capaces de soportarnos”, y que en tal caso, “la única forma de vivir que nos hemos ganado, sea el televivir”. A la vista de lo leído en Cosmopolitas domésticos creo que Echeverría no ha escuchado debidamente tan acertado aviso y que comete en su nuevo libro el mismo error de llamar esperanza a la desesperanza.
Aún más y ahí voy yo: Cosmopolitas domésticos está escrito sobre una metáfora que es para mí (el lugareño) una blasfemia: la de dar a los aparatitos el nombre de los lugares. Y así, a la televisión le llama ventana, a un código numérico, puerta, al teléfono, calle, y a un ordenador conectado a un enchufe, estancia. Pues bien, esos lugares piden mi voz para invocar un respeto. El mismo respeto que me pide invocar también la propia tarea filosófica, que es la de dar el nombre a las cosas y no el de andar con ocurrencias simpáticas. Si me lo permiten los amigos, el autor, y el director de esta revista, diré –para desagraviar a los lugares y a la filosofía– que Cosmopolitas domésticos es un libro que, pasado por las manos de un espabilado jefe de prensa de una multinacional de los aparatitos, con sólo limar un poco la enjundia de la prosa de Echeverría, podría convertirse sin mucho esfuerzo en el perfecto manual de instrucciones de los vendedores de la multinacional; e incluso, extractando algunas frases y poniéndoles una ilustración adecuada, hasta podría confeccionarse, a partir de él, un exitoso catálogo de ventas. Hasta ese punto llegan, a mi entender, los eufemismos con que se construye el libro.
Y es que no hay peor argumentación ni peor filosofía que la que se edifica sobre una fe: por ejemplo, y no es nuevo el caso, la de que la técnica facilitará nuestro acceso a la libertad.
(Este es uno de las pocos escritos realizados “por encargo” de la revista Archipiélago, y de ahí su tono coloquial, –casi epistolar.)
Estoy hecho un verdadero lío; así que perdóneme el lector, el director de esta revista, el autor del libro y sus amigos –y perdóneme también la palabra que quiere hablar por mi boca–, pero para poder decir algo sensato de Cosmopolitas domésticos creo que tengo que desenredarme previamente ante todos Vds. Llevo ya bastante tiempo dando vueltas en torno a los dos últimos trabajos de Javier Echeverría y ayer me llamó la redactora jefe de Archipiélago para decirme que iban ya a cerrar la edición y que tenía apenas unas horas para escribir mi reseña.
Voy por partes. Primero fue Félix de Azúa el que recomendó Telepolis como un libro de interés. Leí la solapa y le contesté airadamente que un tal M.W.Weber me había cargado ya bastante a comienzos de los setenta con sus historias de los “dominios urbanos ilocales”, esto es, con la posibilidad de estar interconectado con un ser humano que vivía en la otra esquina del planeta e ignorar al vecino de mi rellano de escalera. Azúa se enfadó ante mi insolencia, claro está, pero es porque aún no sabía entonces que la voz que trata de hablar por mi boca es justamente la voz del lugar, la voz del vecino, la del cuerpo, la del ser (¡caramba!), y no ninguna voz perdida en el éter, ninguna voz llamada cultura, producto o intercambio, como esas con las que precisamente se construyen telépolis.
Esa voz que quiere hablar en mí es tozuda, digo, pero también afirmo que soy un sentimental y que para perdonarme lo mal que me había portado con mi consejero me compre este año, en cuanto salió, Cosmopolitas domésticos. El director de Archipiélago se enteró de que estaba yo en la tarea y sin pensárselo ni una fracción de segundo me encargó un comentario para su revista. “Eso sí, Juan –me dijo–, sé sensato y moderado; mira que Javier Echeverría es una de las pocas personas que piensa en este país con cierta enjundia, con madurez; es decir, que no es de esas personas a las que debamos increpar desde la indigencia de nuestras islas; utiliza argumentos sólidos y de peso, como los que usa él mismo... etc., etc.”. Un encargo imposible, desde luego, pues me pide educación y cortesía cuando él sí que sabe que mi áspera voz de “lugareño” no puede sino alzarse violentamente contra la templada voz del “cosmopolita”.
El tercer nudo de este enredo es más que doméstico: cada dos años los profesores de la Escuela de Artes y Oficios de Logroño solemos hacer una exposición colectiva de esas pinturillas y esculturas con las que nos desahogamos entre clase y clase. Como acostumbran a ser un caos de inconexión, se pensó este año en un tema que la vertebrase. Acababa yo de leer en la página 22 de Cosmopolitas domésticos que el autor no se proponía “pintar la nueva casa (la del teléfono, televisión y ordenadores interconectados) sobre un lienzo”, así que les dije a mis compañeros a ver qué les parecía leerse el libro y probar a pintarla nosotros. La respuesta fue un sí unánime y hemos invitado a Javier Echeverría a que vea como pueden tomar forma sus reflexiones. Nuevamente se me plantea ser un anfitrión cortés y hospitalario, como corresponde a las gentes de esta tierra.
Pero mientras tanto y sin embargo, mis pensamientos –o los de esa tenebrosa voz del lugar, del cuerpo, del vecino y del ser de las cosas–, son tan violentos contra lo que dice Javier Echeverría en su libro que no puedo acallarlos aunque quisiera. Por buscarles a estos pensamientos una referencia, he pensado que conectan perfectamente con una memorable columna de Rafael Sánchez Ferlosio en El País sobre el famoso escándalo político policial de las escuchas telefónicas. Argumentaba maliciosamente Sánchez Ferlosio más o menos así: fascinados los policías y los políticos ante la capacidad cuasi mágica del aparatito inventado (y adquirido) para oír las conversaciones ajenas, ¿cómo no utilizarlo?, ¿cómo no ver en él una “fuente de bienes” para el poseedor del aparatito? Pues bien, algo de esa misma enajenación creo que le ha tocado a Javier Echeverría, y si no me creen, lean conmigo el comienzo del capítulo diez: “desde el punto de vista del fomento de las libertades individuales y de la creación de la ciudad igualitaria, el cambio más profundo y esperanzador que se está produciendo en las casas proviene de las redes telemáticas” (!!) (??)
En estas mismas páginas y sección, reseñando Telepolis, José Angel González Sainz ya le advertía a Echeverría que “nada se me antoja más lejano a la profundización de la democracia que la lejanía” y que en caso de aceptar la ciudad de las lejanías sería en la desesperanza de que “sólo en la pantalla somos capaces de soportarnos”, y que en tal caso, “la única forma de vivir que nos hemos ganado, sea el televivir”. A la vista de lo leído en Cosmopolitas domésticos creo que Echeverría no ha escuchado debidamente tan acertado aviso y que comete en su nuevo libro el mismo error de llamar esperanza a la desesperanza.
Aún más y ahí voy yo: Cosmopolitas domésticos está escrito sobre una metáfora que es para mí (el lugareño) una blasfemia: la de dar a los aparatitos el nombre de los lugares. Y así, a la televisión le llama ventana, a un código numérico, puerta, al teléfono, calle, y a un ordenador conectado a un enchufe, estancia. Pues bien, esos lugares piden mi voz para invocar un respeto. El mismo respeto que me pide invocar también la propia tarea filosófica, que es la de dar el nombre a las cosas y no el de andar con ocurrencias simpáticas. Si me lo permiten los amigos, el autor, y el director de esta revista, diré –para desagraviar a los lugares y a la filosofía– que Cosmopolitas domésticos es un libro que, pasado por las manos de un espabilado jefe de prensa de una multinacional de los aparatitos, con sólo limar un poco la enjundia de la prosa de Echeverría, podría convertirse sin mucho esfuerzo en el perfecto manual de instrucciones de los vendedores de la multinacional; e incluso, extractando algunas frases y poniéndoles una ilustración adecuada, hasta podría confeccionarse, a partir de él, un exitoso catálogo de ventas. Hasta ese punto llegan, a mi entender, los eufemismos con que se construye el libro.
Y es que no hay peor argumentación ni peor filosofía que la que se edifica sobre una fe: por ejemplo, y no es nuevo el caso, la de que la técnica facilitará nuestro acceso a la libertad.
viernes, 23 de marzo de 2007
CAOS, CIUDAD Y LABERINTO
(Reseña del libro “Borges y la Arquitectura” de Critina Grau, que fue publicado en la revista Archipiélago.)
Los pensadores, o sea, los escritores, rara vez han dedicado reflexiones sostenidas al gran tema de la ciudad. En comparación con la enfermedad, por poner un ejemplo, los urbanistas disponen de muchas menos referencias externas que los médicos. A veces, una novela, ese modo indirecto de decir lo que se piensa, puede traernos el aroma de una ciudad, pero sólo eso, el aroma; o hasta puede dar con la honda descripción de un problema urbano pero, en general, poco más que a modo de paisajismo.
Así que el “espigueo” es el método habitual de trabajo de quienes se ocupan de la ciudad: una frasecita aquí, un verso por allá, una sugerencia en la página tal, una indicación en la página cual; siempre saltando de autor en autor y de libro en libro.
Puestos a buscar a un escritor algo más fecundo, la elección hecha por Cristina Grau es estupenda, aunque desde el primer momento, es decir, desde el título de su trabajo, se equivoque y confunda al lector: Borges y la Arquitectura es un planteamiento equivocado, pues mientras la ciudad para Borges es tema vasto y fecundo, la arquitectura es un asunto casi irrelevante. Todo se explica si atendemos a la condición de la autora: los arquitectos suelen confundir la arquitectura con la ciudad.
Pero desgraciadamente los desaciertos de Grau no se terminan en el título. Mientras que la estructura del libro es excelente (luego hablaré de ello), su contenido es muy malo: mezcla de tesina de literatura con ilustraciones de incipiente erudito en arquitectura, mitificación del objeto estudiado, tufo a sacristía, esteticismo maloliente, etc., etc. La ingenuidad de la autora es tal que incluso introduce en el texto una entrevista personal a Borges en la que éste la desdeña tan educadamente que la autora ni se da cuenta: “Disculpe, Cristina, por un instante la confundí con una periodista” (pág. 175). Y es que poco importa que los hombres nos desdeñen si los tomamos por dioses...; el caso es haber estado con ellos.
Como no puedo aconsejar a nadie la lectura de este libro, entre otras cosas porque leyéndolo me he aburrido bastante y como, sin embargo, tanto la elección del tema como su estructura son acertadas, la obligación de quien lo ha leído es reescribirlo, resumirlo y reelaborarlo en la medida que una reseña lo permita. Veamos.
Del capítulo primero, ese que hace referencia a Buenos Aires, o sea, a la ciudad, puede deducirse en Borges una trayectoria magnífica:
1) Proposición. Dice Borges (ah!, se me olvidaba, lo mejor del libro son las abundantes citas que proporciona): “Que lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso”. (Todos pensamos en Soria, claro), “Pero Buenos Aires (...) permanecerá desierto y sin voz mientras algún símbolo no lo pueble”.
2) Estado de la cuestión. Sigue Borges: “La ciudad está en mí como un poema/ que aún no he logrado detener en palabras”
3) A trabajar. Hay que buscar las palabras y darles sentido con una definición o con un verso:
- Pampa, Suburbio, Arrabal: “De la riqueza infatigable del mundo sólo nos pertenece el arrabal y la pampa”.
- Los almacenes Esquineros: “A mi ciudá de esquinas aureoladas de ocaso”
- Los Patios: “El patio es la ventana/ por donde Dios mira a las almas”; “El patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa.
- Los Nombres Propios de las Calles, Distritos y Lugares: “la liviana calle navegadora Blanco Encalada, las desvalijadas esquinas de Villa Crespo, de San Cristóbal Sur, de Barracas, la majestad miserable de las orillas de la estación de cargas La Paternal y de puente Alsina”.
- El Zaguán y el Aljibe: “lindo es vivir en la amistad oscura/ de un zaguán, de un alero y de un aljibe”.
- Etc.
4) Una valoración a medio camino. “Son más hermosas esas involuntarias bellezas de Buenos Aires que aquellas hechas «con deliberación de belleza»”.
5) Sensación de éxito (falsa, naturalmente). “Mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires”. Como advertía al principio de esta reseña, sólo sabor, aroma, perfume,..., poca cosa.
6) Con el éxito cesa la búsqueda y llega la interiorización de la ciudad: “Antes yo te buscaba en tus confines (...)/ Ahora estás en mí. Eres mi vaga /suerte (...)”
7) Y conclusión: la única ciudad es la de la niñez: “He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires”; “Que no daría yo por la memoria/ De una calle de tierra con tapias bajas”.
Visto lo cual incorporamos a Borges en el carro de Leonardo Benévolo que avisó, con anterioridad, de que la ciudad huye constantemente de nosotros. Aviso que, como ha quedado suficientemente demostrado, aboca a una actitud proustiana: vuelta atrás, moviola a cámara lenta y búsqueda del tiempo y de los espacios perdidos. Nostalgia, vaya. Derrota.
Bueno, y si no hay ciudad ¿qué tenemos? ¿dónde nos encontramos?. Ahí viene la segunda parte del libro (ya les he dicho que estaba estupendamente estructurado): en el laberinto. Atrapados, desorientados y en perpetuo movimiento sin sentido.
Grau se empeña en buscar referencias, clasificar e incluso ilustrar los laberintos borgianos, pero es una tarea absurda porque toda definición de un laberinto es su negación. Así que lo peor del trabajo de la profesora valenciana es que en su desconcierto llegue a confundir el caos con el laberinto (pág. 62 o pág. 128) o que busque el laberinto allí donde aún había ciudad (pág. 125). Frente al caos, el cosmos (utilizo cosmos por oposición a caos y lo asimilo directamente a ciudad por no usar la palabra intermedia “mundo” que daría lugar a más equívocos; vease al respecto De Physis a Polis de A. Escohotado pag. 18), o sea, la ciudad, es lo inteligible. Pero el caos no es el laberinto. El laberinto es construcción surgida en el cosmos para hacer de éste un caos con apariencia de cosmos: una manera de desorientar a los hombres en la totalidad gracias al uso de fragmentos conocidos. Y no sólo destrucción: puesto que la propia trayectoria biográfica de Borges, expuesta en el capítulo primero, muestra una vez más la negación de la ciudad; a posteriori, tras la huida o la ininteligibilidad de ésta no puede quedar el caos (hay que ser muy bruto para no advertir la diferencia), sino el laberinto.
Una última observación sobre el libro: en la página 133 Grau pretende que puesto que los libros se perciben de una manera fragmentaria y sucesiva también son laberintos. Lectores del manuscrito, tan ilustres como Tomás Llorens, Josep Muntañola o Eugenio Trías (a los otros dos que cita en los Agradecimientos no les conozco), tendrían que haberle advertido que semejante disparate no se puede poner por escrito, –ni tan siquiera para tratar de desorientar al reseñista.
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