domingo, 18 de febrero de 2007

DEL SENY AL DISSENY


(Este artículo lo mandé a algún medio nacional que no recuerdo; lo cierto es que no fue admitido a publicación para no molestar a la fiesta nacional que por entonces vivía todo el país.)

Los catalanes son hoy muchos más españoles de lo que dicen. Hace unos años, Albert Boadella trató de hacerlos pasar por alemanes ridiculizándoles en aquella ácida comedia titulada Catalonia M7. Y si bien es cierto que algo de esa eficacia europea aún conservan, la pérdida de referencias culturales, la zancadilla, el provincianismo y hasta la corrupción carpetovetónica han obtenido carta de naturaleza en Cataluña con la construcción de la Barcelona Olímpica. Eso sí, con mucha discreción.
La sustitución del “seny” (sensatez), esa palabra mágica que identificaba a los catalanes como pueblo autónomo y envidiable, por el “disseny” (diseño), esto es, el no-seny, ha conseguido no sólo dejar a Cataluña a este lado de los Pirineos, sino también acabar con la ciudad de Barcelona tal como era.
A nivel físico las grandes operaciones de la Barcelona Olímpica podrían resumirse en tres apartados:
1) Completar los cinturones de ronda
2) Abrir Barcelona al mar; y
3) Construir las edificaciones deportivas para los Juegos Olímpicos.
Es decir, utilizar el pretexto de las Olimpiadas para dar una fuerte sacudida urbanística a la ciudad. Una periodista de El Europeo, recogiendo el espíritu que ha animado a la ciudad durante estas transformaciones, llegaba a escribir que las reformas emprendidas suponían “una operación que sobrepasa a la que dió origen al ensanche” (El Europeo nº 41, pág. 16).
Pues bien, a pesar del triunfalismo que anima a este tipo de declaraciones (convertidas ya en tópico), creo que no les falta razón, aunque yo, en vez de “sobrepasa”, diría más bien, “da al traste”. Verán por qué.

Los cinturones de ronda

Cien años después de la gran intuición de Ildefonso Cerdá, que en el espíritu de su siglo definía a la ciudad, no como un espacio acotado, sino como una abierta y ordenada red de carreteras y cruces de carreteras, los urbanistas de este país, incluso los de la misma Barcelona que día a día disfrutan de los restos de aquella idea genial, siguen cerrilmente empeñados en entender la ciudad como un mercado, o sea, como un lugar central. Y puesto que pasar por entre medio de los carros y los tenderetes es tarea ardua, a los ingenieros, a los arquitectos y a los políticos no se les ocurre otra cosa que hacer y hacer caminos que den la vuelta a la ciudad. Pero como la ciudad crece espontáneamente más por unos sitios que por otros, a la hora de cerrar el circulito siempre hay un edificio o un barrio entero que les hace la pascua. Y como la expropiación tiene muy mala prensa y es tarea ardua de papeleos, pues es cuestión de esperar a una guerra, a un Congreso Eucarístico, a un alcalde brabucón o a unas Olimpiadas para que todo se justifique y se acelere.
Cuando se escriba la historia de los cinturones de Ronda de Barcelona, esto es, la historia de la gran traición al Ensanche de Cerdá, deberá hacerse por fascículos, pues desde que tengo noticias de esa ciudad siempre he estado oyendo que ahora se va a abrir un tramo, que pronto se empezará otro, y así sucesivamente. Habrá que advertir, mal que les pese a los actuales gobernantes, que a pesar de la discontinuidad en el tiempo, en este tema de los cinturones de ronda se ha dado una gran continuidad entre la política de ínclito alcalde Porcioles con la del socialista Maragall, y que éste último no ha hecho sino acabar las obras de aquél poniendo punto y final a la Barcelona abierta de Cerdá.
Y es que esto de los cinturones de ronda tiene un tremendo gancho popular entre los automovilistas (que es como decir todo el mundo), pues hay que ver la cara de bobalicón que se les pone a los rapidillos del volante (muy frecuentes en España, pero abundantísimos en Cataluña) cuando les dicen que dando la vuelta se acorta muchísimo. El director adjunto de La Vanguardia escribía alborozado en día de San Jorge de 1992 (pág. 2): “Hoy se inaugura el anillo completo de los cinturones de ronda que harán posible dar la vuelta a la gran Barcelona sin tropezar con semáforo alguno”.
Recordar que el cinturón de Ronda es autopista y no carretera, y mucho menos calle, y que la autopista es destrucción del lugar, es decir, un vacío que existe entre un lugar y otro, es convenir que con estas operaciones no sólo se destruye la ciudad de Cerdá en particular, sino la ciudad como lugar en general.

El mar

Hoy en día, la destrucción de una ciudad mediante cinturones de ronda se vende en cualquier parte del mundo con sólo mencionar el beneficio que eso representa para los coches, pero en el caso de Barcelona, como lo que se destruía era toda una teoría construida de la ciudad, los responsables de la empresa les han puesto a los barceloneses otro caramelo para que piquen sin darse cuenta: la apertura al mar.
Como es sabido, la promesa de abrir Barcelona al mar es algo que viene de atrás, de cuando la república y el Plan Maciá, porque para bien o para mal, el espíritu del tiempo quiso que el primer ferrocarril de España, el de la famosa línea de Barcelona a Mataró, se instalase justo en la orilla del mar, en el límite Noreste de la ciudad. Como el puerto eminentemente fabril no es un sitio precisamente bucólico y como por el Sureste la montaña de Monjuitch era un obstáculo natural entre el plano de Barcelona y el mar, (y desmontar un tren o un puerto en aquellos tiempos era un sacrilegio), para recuperar el mar se le ocurrió al famoso Plan Maciá la idea de conectar Barcelona con Casteldefels salvando el delta del Llobregat. Hombre, no era la solución ideal, porque estaban un poco lejos una de otra, pero inventando la casita de vacaciones o de fin de semana, asunto resuelto.
Eran tiempos de balbuceos, de tentativas, de invención. Luego vino la guerra y la postguerra, tiempos de destrucción, de la escasez y de la chapuza, en los que a las calles de Casteldefels no llegaba ni el asfalto ni el alcantarillado. Mas adelante, con el desarrollo económico de la autarquía, las industrias ya no cabían en el Poble Nou ni los barcos en el puerto, así que se fueron yendo todos a la zona Franca, justo entre Barcelona y Casteldefels, porque allí había mucho hueco. Tanto, que también se metió el aeropuerto y fue entonces cuando para pasar de un lado para otro empezó la historia de los cinturones de ronda.
Lo curioso del caso es que a poco que estudiemos la geografía y la historia del levante español, o sea, la del seny, observamos que las ciudades siempre han dado la espalda al mar cuando no se han alejado prudencialmente de éste (afortunadas ellas que sobrevivirán al anunciado deshielo de la Antártida). Y es que la ciudad, la verdadera ciudad, poco o nada tiene que ver con el mar. El mar, como el campo, es precisamente la no-ciudad. Así que la construcción de la línea de ferrocarril entre la ciudad y el mar, o entre la ciudad y el río marinero, como ocurrió en Sevilla, no fueron hechos casuales ni errores históricos, pues conscientes de que hacia el mar o hacia el río nunca podría crecer la ciudad, la barrera que es la vía férrea debería colocarse precisamente allí. La obsesión de abrir Barcelona al mar o Sevilla al Guadalquivir es el síntoma más claro de la agonía de la ciudad. O dicho de un modo algo más poético y también patético: la ciudad ya no busca terrenos para su crecimiento, sino un vacío donde mirarse o un hueco donde morir.
Pero para reconvertir el Poble Nou en un barrio residencial con vistas al mar, o sea, en un pastelito para las inmobiliarias, no era suficiente con quitar la vía del tren. Allí estaban aún cientos y miles de pequeños talleres y fábricas que en su día bautizaron a ese territorio como el Manchester español. Y además de su presencia física, había allí también una urdimbre de relaciones entre los propios talleres y la ciudad. La historia de la “ciudad industrial” es la vergonzosa sucesión de maltratos hacia aquellas zonas que precisamente la hicieron posible. Los restos de ciudades medievales, barrocas e ilustradas no han dejado de odiar a esos trozos de ciudad en que se ubicaron inicialmente las fábricas. Se ha querido siempre decir que esos trozos de ciudad no eran ciudad y se les han puesto barreras por medio, las han situado tras los ríos o tras una línea de ferrocarril. En Barcelona, sin embargo, no se ubicaron tras ningún río, y el ferrocarril lo pusieron justo al borde del mar, así que simplemente siguiendo las mismas calles del ensanche Cerdá se pasaba de las casas al taller. Algo demasiado fuerte para el esteticismo hipócrita de este siglo. En consecuencia, Barcelona nunca se ocupó lo suficiente en despejar y arreglar las calles entre el Ensanche y el Poble Nou, en luchar contra las propiedades que invadían la continuidad del viario propuesto por Cerdá, de modo que ese pedazo de ciudad acabó por convertirse en un pequeño laberinto, en un espacio marginal. Su reconversión en pastel especulativo ofrecía esa pequeña dificultad.
La apuesta tenía entonces que ser fuerte, y por ello se situó allí la villa olímpica. En un golpe de mano, o sea, de expropiación, se adueñan de una docena de manzanas Cerdá junto al mar recuperado y junto al cinturón de ronda recién inaugurado por el litoral; llaman a los modistos de la arquitectura más afamados (premiados alguna vez por el FAD fue el requisito), y construyen, dicen, una nueva Icaria, que por metástasis (¡ay!) regenerará todo el Poble Nou. Un par de párrafos de Justo Isasi en A&V nº 22, pág. 26 critican excelentemente la operación: “Pero comparado con el viejo Ensanche de Cerdá, el nuevo ensanche olímpico procede con condiciones de edificación y de promoción muy diferentes (...) Al derroche urbano de espacios públicos le acompaña una gran pobreza de los espacios de acceso, precisamente aquellos -portal, escalera y ascensor-, que en el viejo ensanche celebraban la invención del alojamiento vertical que hace posible la vivienda urbana (...) Como en la Viena Roja vuelve aquí el desafío de construir grandes gestos urbanos con la materia prima que proporcionan los bloques de pequeñas viviendas, cuyos elementos, desde el balcón al portal, admiten poco énfasis por sí sólos”. Un paseo por la villa olímpica es lo más parecido a la visita de la Expo de Sevilla: un paisaje de feria que en un par de horas embota nuestros sentidos y que por tanto se desea abandonar lo más rápidamente posible en busca de los restos de la ciudad tradicional.
Restos que no encontraremos tampoco en el puerto, pues en una operación de limpieza generalizada de todo lo que pueda oler a trabajo, también han desaparecido de allí los barcos. Mi dentista me suele decir que en la boca hay más gérmenes y bacterias que en el culo, y quienes hemos tenido siempre al puerto como la boca de Barcelona, hemos llegado a pensar que a Solá Morales y a Oriol Bohigas su dentista les ha dicho lo mismo. La operación del Moll de la Fusta ha anulado completamente la vieja relación portuaria de Barcelona con el mar. Los muelles han dejado de recibir las mercancías de los barcos (que han sido llevados hacia la oculta zona franca), y ahora acogen los cachivaches que diseñan los arquitectos de la ciudad. El puerto se ha quedado tan vacío que pasear por él produce una tristeza enorme, porque ni tiene la gracia de un pequeño puerto pesquero ni la grandeza de las grandes infraestructuras que se baten contra el mar (como el dique del Abra en el ría del Nervión). Es otro cadáver, otra zona muerta de la Barcelona Olímpica en la que desvergonzadamente empiezan a anidar yates y otros buitres de velas blancas venidos de no se sabe dónde.
Entre la villa olímpica, el puerto y el “recuperado” mar, el popular barrio de la Barceloneta se ha quedado en medio sin saber a dónde mirar. Y por si acaso desde el exterior las vistas se pudieran volver hacia su tradicional pobreza, un par de gigantescos rascacielos que no vienen a cuento y que son una broma de mal gusto sobre la propuesta de Le Corbusier de 1932, desviarán las miradas de todos los visitantes. Sobre todo porque uno de ellos, el construido por la prestigiosa firma SOM de Chicago, tiene una fachada con forma de andamios sobre la que uno se preguntará siempre si es que sigue aún en obras.

Los edificios deportivos

Pero vayamos ya con las construcciones olímpicas que tienen que justificar los desastres hasta aquí enumerados. La lejana fecha del concurso de proyectos para el anillo olímpico de Montjuich hubiera quedado en el olvido en estos tiempos de tanta información (y tanto olvido) si no fuera porque la revista Arquitectura de Madrid publicó un excelente número (el 247) dedicado al chanchullo del fallo del concurso. Oriol Bohigas, autor máximo de la componenda, se trajo de monaguillos a dos arquitectos provincianos, Peña Ganchegui y Siza Vieira, y entre los tres oficiaron la comunión: en vez de premiar a uno solo de los concursantes invitados y quedar a mal con los demás, decidieron hacer exactamente lo contrario, esto es, repartir el pastel entre todos menos uno, al que no le dieron nada por niño malo. Y es que el niño malo, o sea, el listo, había descubierto la magia del espacio del estadio original frente a la estupidez de mantener la vieja fachada de poniente con su torrecita, y así mismo, el error general del planteamiento del anillo (vease la entrevista que Oíza y Moneo concedieron en el mencionado número de la revista Arquitectura). Y además eran de Madrid. ¡Toma butifarra!.
De aquellos polvos vinieron estos lodos. El anillo es una carretera ancha, muy ancha, con coches aparcados junto a las aceras. Una imagen vulgar y destartalada que tanto al automovilista como al peatón producen una confusa sensación. El paseo central es un espacio inmenso de desolación, una especie de explanada del Valle de los Caídos pero sin vistas, con unos árboles pequeñitos metidos en tiestos y unas esculturas (?) simulando árboles que parecen de alumnos de primer curso de una escuela de diseño. La cruz, ¡hay que cruz!, la ha puesto Santiago Calatrava con una antena de Telefónica que está completamente fuera de escala y que es un artefacto muy amanerado pues, como se le ven las juntas a las chapas, acaba por perder de cerca toda su fuerza escultórica. El conjunto del espacio público se complementa con unos churros farolas (también “de disseny”) que caricaturizan a las famosas chimeneas del Paralelo pero que a fuerza de repetirse resultan cargantes. Porque una caricatura puede ser una anécdota divertida si se emplea aisladamente, pero si se repite y repite suena a un chiste contado mil veces.
Coronando todo este paramal de asfalto y cemento surge el estadio olímpico, en el que se advierte claramente cómo la fachada principal, esa de la torre mal compuesta, está como atrapada entre unos poderosos zócalos de piedra blanca por abajo y la tensión de la gran marquesina de hierro que asoma por encima. La escala de la vieja fachada queda completamente alterada de modo que no puede entenderse de otra forma que como pastiche. Cuando uno se acerca al estadio y observa los encuentros entre la vieja fachada y los nuevos graderíos con sus escaleras y su marquesina, la sensación de desconexión se agranda aún más si cabe. El proyecto final del estadio no corresponde al premiado en el fallo del concurso. Ya que respetaban la fachada de poniente, tanto el equipo de Correa como el de Gregotti (ganadores) operaban de modo contundente en el graderío de enfrente. Pues bien, la solución final, respetando las cuatro casetuchas que miran a la montaña, tiene mucho más que ver con la solución de Richard Weidle, vulgar y convencional (según enjuiciaban los redactores de la revista Arquitectura mencionada), y que en su momento también desestimara el jurado. Y aún peor, como otro híbrido entre ambas propuestas, los graderíos, a fin de ganar unos cuantos asientos más, escalan por encima de las casetas ofreciendo una línea de coronación lamentable. El estadio de Montjuich puede ser saludado como un poderoso manifiesto contra la “rehabilitación” de edificios, dando así por concluida una lucha por la supervivencia del patrimonio arquitectónico que se había iniciado a finales de los años sesenta. Después de Montjuich nadie en su sano juicio podrá seguir enarbolando la bandera del respeto a lo edificado en otros tiempos. Y es que el color cagalera que al final se le ha dado a los muros rehabilitados huele verdaderamente a podrido.
La mala conciencia de lo sucedido en el estadio ha hecho que los promotores del anillo hayan desviado la atención de los medios de comunicación hacia el pabellón de Isozaki. Eso de que lo hiciera un japonés y de que lo construyeran como si se tratase de un número de circo era un reclamo maravilloso para gentes sin imaginación como los periodistas. Además, eso de entrar a un pabellón polideportivo por arriba era una baza de mucho efecto, incluso a costa de la birriosa fachada que ofrece al paseo central. Porque en definitiva, la entrada por arriba, permite disfrutar de la singular telaraña de hierro que lo cubre sin tener que atravesar los sórdidos espacios que indefectiblemente se generan siempre bajo los graderíos. La cubierta del pabellón San Jordi es una buena obra de ingeniería y eso está bien. Pero de la cubierta para abajo, o de la cubierta para fuera, el edificio hace aguas por todas partes. Es curioso observar que un arquitecto tan inteligente y honesto como Ignacio Paricio Ansuategui que, excepto en lo que concierne a las fachadas, ha sido capaz de describir con precisión todos los gravísimos errores arquitectónicos del pabellón (véase rev. Arquitectura Viva nº 17, pág. 18), ha acabado sin embargo cayendo en el papanatismo del elogio incondicional. Y es que, después de descubrir “la rigidez del espacio principal”, “la pérdida del pérfil más novedoso de esa cubierta orgánica a cambio de un proceso de montaje de gran espectacularidad y dudosa utilidad”, “la falta de claridad en la superposición de plantas del edificio en el que pueden contarse hasta cuatro centros en los sucesivos niveles”, “la gratuita plasticidad de la cubierta perimetral que se apoya de una manera inconstructivamente blanda en los pórticos de la esquina”, o el “gran andamio amarillo colgado del techo que en nada contribuye al orden del espacio interior”, encabeza su análisis diciendo que “el patrón de Cataluña no podía fallarnos”... . De echarse a llorar.
Después de tantas emociones me habrán de perdonar que no inspeccionase el edificio de Bofill destinado a Instituto Nacional de Educación Física. Pero es que uno tiene un límite y además ya ha visto mucho Bofill como para desesperar de encontrar en alguna obra suya algún mínimo rasgo de sensatez.

El bibelot

He dejado para el final la aguja pinchada en el Tibidabo, sobre la que he sostenido una particular polémica con Félix de Azúa. Mientras él dice que se trata de un bibelot neolítico, yo opino, sin embargo, que esa torre, por sí sola, compensa arquitectónicamente todas las zafiedades cometidas en la ciudad. Y argumento así: ¿Qué es la arquitectura sino esa interminable historia de vanos ensayos de amor y odio, de sexo y esterilidad, de dominio y humillación que se escribe cada día en cada despacho/burdel?; esa pesadilla insensata en que cada uno quiere ser cada cual y en la que no se hace otra cosa que crear muerte: Moneo y la Baronesa von Thyssen, Hitler y Speer, Bohigas con Isozaki (un asunto de homosexualidad), Franco con Gutierrez Soto, Nuñez y Navarro con su harén. Una pesadilla que empezó después de Brunelleschi (Benévolo inicia la historia de la arquitectura con Brunelleschi) y que ha tenido muy pocos momentos que hayan podido escapar a la vorágine (a la memoria me viene Le Ronchamp). Pues bien, uno de ellos, pienso yo, será la aguja de Foster. La cúpula, y la aguja. Dos concursos limpios. Dos artefactos suspendidos encima de la ciudad y más allá de la ciudad. Dos no-arquitecturas, pues sus signos y proporciones trascienden a todas las historias que una y otra vez se suceden abajo. El “amor divino” que ocupa el lugar del imposible “amor humano”. Sus señales, sus profetas; otra religión, otros dioses. Otra negación del hombre, si se quiere, pero cómo no caer de vez en cuando en la tentación de la divinidad; ¿quién no lo hace? ¿quién resiste el asombro del niño ante la caracola semienterrada en la arena? A veces la arquitectura nos da estas sorpresas y conseguimos vislumbrar signos de los dioses innominados. Aunque luego nos hagamos irremediablemente independientes de los dioses y hagamos comparaciones odiosas. Porque hay que comparar, por supuesto que hay que comparar, aunque con ello nos construyamos nuestra propia soledad (“A mi alrededor alguien era inteligente y apreciado y querido, cuando no hacía comparaciones” Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte, pág. 46)
Barcelona, como España toda, como España que es hoy más que nunca, ha permutado el seny por el disseny alcanzando el estado general de delirio por el que este país atraviesa. Pero ha tenido la suerte de que a las reproducidas y desgastadas agujas de Gaudí le haya sucedido otro dedo que apunta el cielo. Y eso sí que es suerte.

2 comentarios:

Rafael del Barco Carreras dijo...

A propósito de Nuñez y Navarro...

JUICIO A LA DELEGACIÓN DE HACIENDA DE BARCELONA.



Rafael del Barco Carreras



¡Por fin! en septiembre del 2009. Se prevén SIETE MESES de duración. Que yo sepa el más largo de la historia judicial barcelonesa. Ha habido juicios importantísimos políticamente, y multimillonarios, muy multimillonarios, pero la Gran Corrupción los ha bandeado a su entera satisfacción. Primero se eternizan y vacían los sumarios, y para remate se pacta la liquidación final. Si no se pacta y el Supremo, entre uno, dos o tres años, ratifica, se conceden Terceros Grados. En Gran Tibidabo (30.000 millones estafados a 9.000 ahorradores) se programaron cuatro meses. Tres días, y todo pactado para un sumario que tardó CATORCE años en juzgarse. Una Justicia, proclaman, la más garantista (palabreja tan inexistente como el significado que le dan los jurídicos) del Mundo para el justiciable.

En mi caso de garantista nada, tres años preventivo, desde La Modelo al Juzgado, juicio en tres días, y condenado al tiempo pasado en prisión por encubrimiento al fugado Antonio de la Rosa, abogado del Estado y funcionario de Hacienda, que nunca aparecería ni para la prescripción de sus delitos dictada por un Tribunal. Ignoro si es más corrupto mantenerme tres años en prisión o que docenas de acusados en casos multimillonarios y de extorsión se sienten en el banquillo en libertad tras decenas de años de instrucción. Sin olvidarse los sobreseídos, archivados, exculpados. Se repiten tanto los mismos personajes y durante tantas décadas que me obligan a repetirme aunque siempre con nuevos matices. Ver imágenes en www.lagrancorrupcion.blogspot.com

Creo que el juicio más extenso (dentro de la Gran Corrupción) ha sido el de por “Extorsión y Denuncias Falsas” a Rafael Jiménez de Parga (bufete de 50 abogados), Alfredo Sáenz Abad (vicepresidente del Banco de Santander) y otros, el pasado mes, por delitos de quince años atrás. Por el momento sin sentencia, que tras la modificación final de las peticiones fiscales, de nueve a tres años, presumo muy aguada, o peor.

Espero entretenerme y escribir durante siete meses. Cómodo en la sala sin audiencia, a nadie le interesa. A mí, si. Me preguntan porqué, la respuesta es obvia. El remate jurídico, la guinda del pastel de “Barcelona, 30 años de corrupción”. Y pieza clave para entender el auto del juez Ezequiel Miranda de Dios decretando mi prisión en 1980. Del atestado policial (de policías “amigos” de Piqué Vidal), argumentaba, y de la Auditoría de Hacienda al Consorcio de la Zona Franca, se deducían indicios racionales de criminalidad. No se aportó al sumario. Denegada, pero El Periódico la tendría para adaptar su versión. El Ayuntamiento y el Consorcio, a petición mía, la denegaban al sumario, y el juez dictaba. Serra y Maragall, con su abogado Rafael Jiménez de Parga, y su argumento de que Del Barco solo pretendía magnificar el sumario para salir de la cárcel con fianza. Por la misma regla de tres él debería llevar quince años preventivo en La Modelo. Una Hacienda que si ya de años yo sabía, por experiencia en mi actividad financiero-inmobiliaria, corrompida, servía de argumento al juez, que lo sumaría al piso que prácticamente le regalara el abogado de los De la Rosa, Piqué Vidal.
Para los Nuñez el fiscal pide unos años de carcel...

Rafael del Barco Carreras dijo...

XXXVII. JUICIO A LA CORRUPCIÓN EN LA DELEGACIÓN DE HACIENDA DE BARCELONA.

PRUEBAS PERICIALES GRUPO TORRAS-KIO.



Rafael del Barco Carreras



9-02-10. Tras doce días se reinicia el juicio comenzado hace seis meses, y de nuevo la intención de complicar lo ya complicado durante DIEZ AÑOS. Antes de iniciarse las pruebas periciales, Francesc Jufresa, abogado de Javier de la Rosa, nos deleita con varios artículos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal pidiendo más pruebas de hace VEINTIDOS AÑOS.

La Presidente muestra su sorpresa y de antemano parece no admitirá más dilaciones. El fiscal rebatirá; pirueta procesal, perversión lenguaje, propuestas de mala fe procesal, abuso, generar confusión, pruebas sobre pruebas que deberían ordenarse a la policía para acudir y registrar la propia sede de Torras.

Tras un receso de diez minutos para deliberar, la Presidente denegará las peticiones, del abogado de De la Rosa y del de Torras, e imponiéndose cortará las “respetuosas quejas” no admitiendo más manifestaciones. Si deja sueltos a los abogados podríamos alargar seis meses más con los dimes y diretes de la posibilidad legal de admisión de pruebas en este acto o fase procesal. La palabra ACTO citada en la Ley, ya por si sola, amenazaba con un torrente verbal digno de una tesis. La Presidente, subiendo el tono hasta evidente mal humor, repitió varias veces el “no se admiten manifestaciones” deteniendo la verborrea en la que mi ex abogado Francesc es un maestro.

Tras hora y media con dos recesos se inicia la fase de prueba pericial. Tres peritos; Victor Morena Roy, inspector de Hacienda en activo, Licenciado en Economía rama empresas, y desde el 2004 Jefe Área Investigación del Fraude Fiscal, Ramón Falcón Tella y Juan Monterrey Mayoral, catedráticos de las Universidades de Extremadura y Madrid.

A la exposición y preguntas del fiscal contesta el inspector de Hacienda. Extor, años 87-89, sociedad instrumental de Torras que cambiará el nombre, ACIE SA, 100% de Torras, con el mismo domicilio, Gran Vía 678, Barcelona. Torras le presta 47.000 millones de pesetas que contablemente entran en EFECTIVO en EXTOR-ACIE para que compre las acciones de IMPACSA (la papelera de Porcioles en Balaguer) que un año después se las revenderá a la propia Torras perdiendo 8.389 millones.

Las ya muy citadas durante el juicio compra-ventas de acciones por ACIE-TORRAS y facturas falsas a empresas instrumentales del Grupo y otras para desgravar IVA, llenarán hora y media. Insisto, he montado docenas de contabilidades, aunque de mucho menor volumen, pero nunca tan absurdas, claro que mi intención al montarlas, aunque siempre estuviera presente Hacienda, no lo estaba estafar a los dueños o socios, en este caso los kuwaitíes. Estafar a dueños y Hacienda a la vez, y pretendiendo que sea LEGAL, acaba en pura chapuza, y ante una inspección la única solución “sobornar al inspector”, o la dura extorsión y chantaje. También cabe la posibilidad que Juan José Folchi y Javier de la Rosa, ni montaran contabilidades, simplemente partían de su impunidad por tener a un suficiente número de corruptos en todos los estamentos, lo que provoca que de la reconstrucción técnica posterior surja una tediosa y soporífera exposición.

A las dos menos diez minutos el sueño me puede, y antes de iniciar bostezos y cabezadas, me voy. Si alguien tiene la curiosidad y paciencia de entrar en detalles podrá seguir el acta del juicio que insertaré en www.lagrancorrupcion.blogspot.com