domingo, 11 de febrero de 2007

ARQUITECTOS E INGENIEROS


(Escrito en septiembre de 1999, este artículo lo envié a El País y a la rev. Arquitectura, medios ambos que lo rechazaron con la callada por respuesta, así que sólo se ha publicado en el n 49 del boletín del Colegio de Arquitectos de la Rioja llamado ELhALL.)

Hasta hace sólo unos cinco siglos, todo lo que nosotros venimos llamando Arquitectura, desde Stonehenge hasta Luxor, desde el Partenón al Panteón o desde Santa Sofía a la catedral gótica, no son sino edificios para el rito o para la oración, es decir, expresión pétrea de la relación de los hombres con sus dioses. En el deseo de agradar a la divinidad, en la inspiración que de ella reciben, o incluso en la temeridad de ponerse a su altura, hay que aceptar que el “archi” de tales edificios, esto es, el “primero en la obra”, no es el hombre sino Dios.

De cinco siglos para acá, sin embargo, la Arquitectura empezó a ser más bien cosa de hombres, pasando los dioses a un segundo plano hasta ser eliminados definitivamente por una divinidad sustitutoria llamada Arte o Estética, representativa del propio buen hacer y bien pensar de los hombres. Quienes construían, esculpían o pintaban dieron en llamarse artistas, y sus nombres más destacados fueron instalándose en el nuevo Olimpo de las Historias del Arte inventadas al efecto.

Agotada esta divinidad mucho mas rápidamente que las míticas o religiosas, y caídos los artistas en repeticiones estériles y aburridas de cualesquiera de las formas históricas, bien de la época de los dioses o de la de los propios artistas, apareció a finales del siglo pasado y comienzos de éste una nueva forma de construir ajena a divinidades y a estéticas en la que el joven Le Corbusier creyó ver la única manera de repetir las emociones y los logros edificatorios de los dos estadios humanos anteriores: la nueva arquitectura emergente, la arquitectura del siglo XX (y de los siguientes) habría de ser aquella que se fundamentara en la propia técnica del construir y en la pureza matemática del cálculo. A la arquitectura de esta nueva era se le dieron nombres no del todo claros tales como racionalismo, funcionalismo, o aún más confusamente, arquitectura moderna, quizás porque sus descubridores, los arquitectos, no podían aceptar, por una cuestión gremial, que esa arquitectura del futuro era la que sus competidores ingenieros empezaban a practicar en las obras públicas o en las máquinas que, en otro tiempo (véase el Vitrubio) eran también competencia de los arquitectos.

Así las cosas, la historia de la arquitectura del siglo XX no parece ser otra cosa que el empeño en ocultar o en retrasar el advenimiento de la arquitectura de los ingenieros. La historia del descubridor mencionado, por citar el ejemplo más representativo, es la de un regresivo amaneramiento estetizante. Por otro lado, cuando un ingeniero realizaba obras vibrantes propias de su método, aparecía un arquitecto reclamándolo como propio. Valga este ejemplo: “Eduardo Torroja, una figura mundial en su campo de actividad, muestra que un ingeniero, lejos de cualquier visión de corto alcance, puede representar una nueva y amplia ola de humanismo”. La frase es de Richard Neutra en 1959 y la recojo de uno de tantos escritos como se publican estos días en homenaje al autor del hipódromo de la Zarzuela.

Pues bien, mientras la cultura oficial, la de las escuelas de arquitectura, o la de las revistas de formación de masas, se ha quedado estancada sin desbrozar esa confusión, dedicándose por el contrario a tranferir el viejo elenco de artistas de la arquitectura al nuevo olimpo de artistas del espectáculo, mientras en los Ministerios de Educación o de Cultura, como digo, no se enteran, en el muy español Ministerio de Fomento, sin embargo, una lúcida pluma redactó este año una Ley de Edificación en la que por lo visto no aparecía ni la palabra Arquitectura ni mención alguna a arquitectos, –¿o era copia de alguna ley de edificación de países europeos más desarrollados?

El caso es que al gremio de arquitectos (que como luego demostraré no es ya sino el de unos ingenieros camuflados con su viejo nombre) esto le resultó intolerable y lanzó sus naves al ataque, es decir, impulsó al habilidoso Presidente del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos, Jaime Duró a que se moviera por los despachos de Madrid, engatusando a ministros y diputados y pactando competencias del pastel de la edificación con otros gremios para que en nuestro país, al menos, todo siguiera como antes. Vosotros os quedais con los puentes y las carreteras, a nosotros nos dejais los bloques de viviendas, y a esto último le seguimos llamando arquitectura. ¿Vale?. Operación de maquillaje que sólo algunos pocos profesores ya habían denunciado en sus escasamente leídos escritos. Joseph Ryckwert, por ejemplo, decía que “la arquitectura profesional aspira, en la actualidad, a la dignidad propia de cualquier otra operación comercial habitual. Entre todos aquellos que aún se califican de arquitectos sólo una mínima minoría muestra algún interés por las complejidades culturales; hace ya bastante tiempo que la edificación social y el alojamiento de masas ha usurpado el lugar de la arquitectura” , o Félix de Azúa, ajustándose aún más al tema aquí tratado aclaraba: “Los actuales estudios de arquitectura crean ingenieros del almacenamiento humano” (Diccionario de las Artes, Planeta, págs. 40 y 43).

Para entender que la arquitectura es una reliquia de la historia o un capítulo bastante sinsustancia de la actual cultura del espectáculo, es preciso mostrar en la otra cara de la moneda la compatibilidad de caracteres entre ingeniería y operación comercial. Cualquier gerente de medio pelo sabe –y dice– que es mucho mejor tratar con ingenieros que con arquitectos a la hora de encargarles proyectos. ¿Por qué?. Muy sencillo: no sólo el método de trabajo del ingeniero, exclusivamente técnico y cuantitativo, es el mismo que el de cualquier gerente empresarial, sino que también sus finalidades, eficacia y rentabilidad, son coincidentes. Quien sirve al nuevo dios que es el Dinero, trabaja sólo con números, y encuentra a su hermano en aquel que edifica atendiendo a cuestiones cuantitativas, esto es, el ingeniero. Todo arquitecto que no se haya convertido en un ingeniero en los últimos cincuenta años de profesión, o ha saltado al mundo del espectáculo como una cantante de coplas, o se ha quedado sin clientes por incompatibilidad de caracteres.

Algunos arquitectos y Colegios de Arquitectos para mantenerse aún como gremio sólido en el mercado vienen planteando últimamente para sus trabajos un control de calidad o visado de calidad que es a todas luces un puro engaño de términos, un eufemismo tan tramposo como el de tantos políticos de la violencia a los que estamos acostumbrados: ¿o es que somos tan tontos como para no saber que el visado de “calidad” es el control de la “cantidad” de planos, de la “cantidad” de sus escalas, de la “cantidad“ de sus documentos, de la “cantidad” de sus cálculos, etc., etc., etc., es decir un visado ingenieril en toda regla?.

En fin, solo algunas instituciones públicas, pésimas administradoras del dinero y tristes herederas de las vanaglorias de la aristocracia o de la burguesía, sostienen en ejercicio a algún arquitecto con el lamentable deterioro de las ciudades que de ello se deriva: desde la espantosa plaza del Pilar en Zaragoza hasta las torturadas calles y plazas de mi Haro querido. (La lista que puedo aportar en este apartado es interminable).

Pero con todo, no es mejor el panorama de aquellas obras de ingenieros quienes, por optar a los mismos elogios que Torroja, pretenden hacerse pasar por arquitectos cuando desconocen por completo la cultura del proyecto y sus procesos críticos. Incapaces de aceptar su simpleza o de entender su tiempo juegan a la estética con parecido acierto al de esas nuevas sectas religiosas que reinventan ritos y dioses.

Ahora bien, cuando el arquitecto ya ha desaparecido del todo y el ingeniero se limita a ser ingeniero construyendo toda la ciudad, ésta toma un aspecto tan frío, anónimo y anodino, como el del cálculo y el número. Las ciudades funcionan mejor que antes pero sus habitantes se dan desesperadamente a la bebida o al suicidio. El año pasado visité dos paradigmas de ciudades modernas construidas casi enteramente por ingenierías: Seinajoki, en Finlandia y Darmstadt, en Alemania. Las dos tenían vestigios gloriosos de la arquitectura de los arquitectos que eran guardadas, visitadas y veneradas como las reliquias de los santos de la época de los dioses, pero el grueso de la ciudad, por no decir toda la ciudad excepto esas reliquias, era perfectamente traspolable de una a otra, o de esas ciudades a cualquier nuevo barrio de cualquier ciudad del mundo.

Pero si la santidad no se ha alcanzado nunca a base de tocar todas las reliquias existentes, la ciudad tampoco volverá a tener nunca arquitectura por mucho que conservemos su memoria, –y en esa tarea hay cada vez más gente empeñada inútilmente. El pasado es siempre irrecuperable y si desde la Estética no se podía volver a Dios desde la Ingeniería no se puede volver a la Arquitectura.

Admitamos al fin que nuestra época, llena de chismes, inventos y comodidades técnicas es menos hermosa que la época de los mecenas y sus artistas, y menos confiada que cuando los hombres se trataban con los dioses. En el curso de la historia cada época conserva a gentes de la anterior, así que en la nuestra se da mucho el vicio del panteísmo, esto es, ese tipo de gente que confía aún en su Dios, mira a los artistas y a los objetos de arte con especial veneración, y rinde culto a los automóviles, telefonomóviles, chips y aires acondicionados. Son gentes que se toman a los dioses a la ligera como una saga de benefactores a su servicio. Por el contrario, quienes aún tienen una idea mucho más seria o más clara de Dios, saben perfectamente que el dios único de nuestros días es el Dinero, y que el arquitecto de ese dios, es el Ingeniero.

No hay comentarios: