miércoles, 28 de febrero de 2007

RAFAEL MONEO Y EL AYUNTAMIENTO DE LOGROÑO


(Fragmento de una carta fechada el 20 de nov. de 1991 a Luis Fernández Galiano, quien se había interesado por mis escritos; el texto que sigue y un encuentro personal posterior le disuadió para siempre de incorporarme a su camarilla. Sobre el Ayuntamiento de Logroño escribí tiempo después el artículo "Un edificio abstracto" que puede leerse en mi otro libro El retablo de ambasaguas.)

El vínculo que me une a Rafael Moneo y a su edificio del Ayuntamiento de Logroño es tan personal que escribir sobre ellos tienen para mí algo de exorcismo.
Tuve la suerte (o desdicha) de conocer a Rafael Moneo en su primer año de clases como catedrático en Barcelona. Si mis cuentas no me fallan creo que fue en el curso 1971-72, es decir, en el momento en que, después de haber preparado y luchado por la cátedra a brazo partido contra un catalán, vino a Barcelona a demostrar quién era él.
Las clases de aquel curso de Elementos de Composición las recuerdo, veinte años después, como si hubieran sucedido ayer. Porque no eran exactamente “clases”; eran auténticas “celebraciones de la Arquitectura”. Moneo, cual sumo sacerdote de la tribu, entraba en trance nada más aparecía en pantalla un edificio de Palladio o un detalle de Voysey; e iniciaba un compendio de gestos cargados de paroxismo: torcía la voz, se mesaba los cabellos, amagaba con quitarse la cazadora de cuero hasta más de veinte veces antes de quitársela definitivamente, se subía y bajaba las gafas, agitaba los brazos y daba vueltas y vueltas sobre la tarima. Las ceremonias duraban dos horas ininterrumpidas y a veces, incluso, ni el aviso del bedel conseguía arrancarle de su exaltación, por lo que el amable profesor de construcción que venía después (un tal Zaragoza) llegó a ver invadido su tiempo de clase en no pocas ocasiones.
Aún recuerdo las airadas protestas de muchos de los alumnos que decían no entender nada. También recuerdo la sumisión de los diáconos al gran brujo; no daban mayor explicación a los desorientados alumnos sino que les decían: “creed en él”. Elías Torres era, por aquel entonces, uno de aquellos adjuntos que mediaba así entre el maestro y sus discípulos.
Ni que decir tiene que yo me entregué a la secta en cuerpo y alma.
Luego vinieron los años de intensas lecturas y peregrinaciones. Imposible relatarlas todas. Eso sí, la visita a Tudela a ver la tienda de Gallego o el Centro Escolar, nadie podrá olvidarla pues era para el fiel discípulo algo así como beber el agua de los santos lugares por los que había pasado el predicador.
Pero para ahondar si cabe aún más en lo personal, le contaré que mediados mis “estudios” de arquitecto, tuve la noticia de que el profeta iba a construir su primer gran encargo justo debajo de la ventana de mi casa en Logroño. No cabía yo de gozo, así que cuando llegaron los primeros planos me pasé varios días olisqueándolos en su extraña escala a 1/40 e intentando desentrañar “la verdad” que –estaba completamente seguro– contendrían. No conseguí, bien es cierto, encontrar la “verdad”, pero aún con todo, y como fiel creyente, pensé que se trataba de un edificio maravilloso. Inicialmente hubo cierta oposición al edificio en la ciudad: derroche, fantasmada, etc. decían las Asociaciones de Vecinos, pero a mí me sonaban como las voces de los infieles, de los incultos, de los ignorantes.
Sobre el papel aún creí en él, pero cuando por fin se construyó y se inauguró, me caí del caballo: el parto del profeta era un monstruo. Un enorme cetáceo, una ballena con una bocaza enorme abierta a la ciudad y un gaznate para sardinas. Una trasera sórdida hasta más no poder con una chimenea para las ventosidades. Un insulto a la piedra de Salamanca, una mofa de las limpias construcciones de hormigón armado de los pioneros americanos, una ridícula trasposición, perdida de escala, de los logros y de la discreción de Asplund y Jacobsen en la arquitectura pública, una burla de Terragni, de Le Corbusier, de Wright y de todos aquellos creadores a los que citaba en su edificio por pura y simple pedantería porque ¿hay algo más pedante que usar la arquitectura para citar?
Pero sobre todo y más allá del edificio, lo que más repugnancia me produjo del nuevo Ayuntamiento eran las interpretaciones de su arquitecto con respecto al resto de la ciudad. Esta misma semana el boletín del Ayuntamiento de Logroño publica a modo de guinda una cita extraída de una de las innumerables entrevistas que el gurú concede a los periodistas ignorantes, en la que dice que “aún quedan ciudades como Logroño que han sabido conservar su estética” (!!!). Cuando Moneo proyecto su Ayuntamiento se debió creer Brunelleschi pues seguro que había leído a Tafuri, quien escribió: “Una de las más elevadas lecciones del humanismo brunelleschiano es su nueva consideración de la ciudad preexistente como estructura lábil y disponible, dispuesta a cambiar su significado global una vez alterado el equilibrio de la narración continua románico-gótica con la introducción de compactos objetos arquitectónicos” (Teorías e Historia de la Arquitectura, pág. 35). El ridículo y pretencioso texto con el que el hoy Papa de la Arquitectura presentó su proyecto negaba, sin embargo, la evidencia de sus elevadas pretensiones, vaciando las palabras de sentido y aumentando la ceremonia de la confusión: “La dignidad -dice Moneo- debe proporcionarla su relación con la ciudad, y cuanto más el edificio tenga sentido desde ella tanto más dejará de ser un objeto, para pasar a ser pieza clave de ella, un auténtico monumento” (!!!) (rev. Arquitectura nº 236, pág. 20). ¡Y yo su arquitecto!, le faltó decir.
Viendo la cara de bobos que se les pone a mis amigos arquitectos que cuando visitan Logroño me piden que les enseñe el célebre edificio; cruzando cada día la inhóspita plaza, deforme, enorme y triangular, peor que kafkiana (pues ni siquiera admite su solicitada balaustrada); cobijándome de la lluvia mientras espero la salida de las hijas del colegio bajo el auditorium, en ese lugar tan digno (?) que Moneo dijo crear para evitar las marquesinas (?) (op. cit. pág. 22); entrando o saliendo del interior del edificio por esos meaderos nocturnos tan hábilmente dispuestos; cruzando sus angostas puertas o subiendo por las oscuras escaleras para ciudadanos de a un tramo y superpuestas (?); intentando adivinar por qué balcón saldrá este año el alcalde para tirar el cohete festero; o en fin, mirando día tras día el contraste entre sus “monumentales” fachadas perdidas de escala en el escenario de la ciudad de las inmobiliarias; ante todo ello, digo, no me ha quedado un ápice de mi inicial devoción a la divinidad del brujo, he aprendido poco a poco lo que no debe ser la Arquitectura, y me he avergonzado de mi maestro para siempre jamás.

lunes, 26 de febrero de 2007

ANGUCIANA CAPITAL PERU



(Ayudado por mi vinculación familiar al edificio, el castillo de Anguciana me sirve como pretexto para leer la arquitectura histórica de un modo completamente distinto a como es habitual. El artículo apareció en el número 1 de la revista etnográfica Piedra del Rayo.)

Estoy convencido de que la mirada del turista es la mirada del nihilismo, y que poco a poco todos miramos ya las cosas con ese tipo de mirada que no ve nada. Miramos las cosas así porque, cada vez más, todos somos unos turistas, a veces, incluso, hasta en nuestra propia ciudad. Paralelamente a la mirada, hay también un tipo de narración turística o para turistas cuyo estilo se fraguó en la época de Fraga y que luego nadie ha intentado cambiar. Es el estilo, por ejemplo, de los libritos de la colección Everest que todos comprábamos cuando viajábamos por las provincias de España en los años setenta.
El fundador de esta revista etnográfica parece que tiene la esperanza de que las cosas se puedan contar de otra manera, y su empeño me parece tan extraordinario como heróico, pues siempre ha sido de héroes ir por senderos peligrosos y a contracorriente de las aguas. Me ha pedido que cuente algo del castillo de mi pueblo, y yo he aceptado emocionado porque, ya que me es imposible mirar al castillo de mi pueblo con ojos de turista, acaso pueda contribuir mínimamente a fundar ese nuevo estilo contraturístico con el que las cosas deban ser de nuevo contadas.
Pero es preciso también decir que antes del estilo turístico hubo un género literario prenihilista que aún se sigue practicando sobre los edificios antiguos con gran éxito académico. Me refiero, obviamente, a los eruditos textos de los historiadores e investigadores locales que a base de datos científicamente obtenidos cosifican las arquitecturas de modo parecido a como los entomólogos rigidizan para siempre a las mariposas. Conviene tachar de entrada este camino para huir, también, de las malas tentaciones.
Digo entonces que no puedo mirar al castillo de mi pueblo con ojos de turista, y digo cómo no debo contarlo, así que lo que sigue de ahora en adelante es pura aventura, como la propia revista en que aparece.

El castillo de Anguciana era de mi bisabuelo Justo Diez del Corral, o más bien de su mujer, mi bisabuela Pilar Blanco de Salcedo, y ahí empiezan mis dificultades literarias porque la narración puede rozar con lo personal, ofendiendo a la más míníma regla del pudor. Pero la distancia emotiva es grande porque mi abuelo lo vendió a una comunidad de frailes (verdaderos protagonistas de esta historia), justo un año antes de que naciera mi padre. Así pues, mis tíos paternos nacieron en el castillo justo hasta mi padre, que ya nació en una casa del pueblo a donde sus progenitores se habían trasladado, entre otras cosas porque, según he oído decir, mi abuela tenía bastante miedo a vivir en un castillo. Lo que es curioso y significativo porque si en su origen los castillos se erigieron para dar seguridad, empezado este siglo, la prepotencia o la evocación bélica de su arquitectura inspiraba a sus moradores más bien temor.
La torre fuerte tenía adosada una casona a la que sus habitantes o los lugareños llamaban exageradamente “palacio”, utilizando el mote de “palacianos” para sus moradores. (Estando en cierta ocasión en un bar del pueblo con mis hermanas, hace ya de esto treinta años, un viejo llamado “Visairas” dijo con la nostalgia propia de los escépticos del progreso: “¡ay! quién iba a imaginar a las nietas del palaciano bebiendo en la taberna...”). Los frailes franciscanos que compraron la torre y “el palacio” se instalaron en ambos, acondicionando una capilla en la casona, y erigiendo una espadaña con campanita encima de la torre (tal y como se puede ver en la fotografía más antigua que tengo del conjunto).
Pero lo más curioso de esta comunidad religiosa era que su capitalidad estaba en el Perú, porque su tarea prioritaria era misionera, y la instalación de Anguciana tenía por objeto la implantación de un Seminario de reclutamiento y formación para, desde allí, saltar a las selvas del alto Amazonas a cristianizar a los indios. En los muchos años de penuria que nuestro país vivió en torno a la mitad de este siglo, los frailes de Anguciana recorrían los pueblos de La Rioja y sobre todo de Castilla, buscando evangelizadores, lo que no les debió ser difícil de encontrar si nos atenemos a las obras y ampliaciones que en pocas décadas se sucedieron junto a la torre.
En la primera de ellas aún mantuvieron en pie la casona, pero en la torre hicieron una “intervención” verdaderamente gloriosa: como al parecer la cubierta tenía goteras, desmontaron la segunda fila de almenas (su elemento decorativo más característico), bajándolas al suelo con el extraordinario cuidado de numerarlas para su posterior restitución. A la hora de montarlas, sin embargo, tuvieron prisa, o hicieron otras cuentas, y el caso es que prefieron reconstruirlas en hormigón en vez de reponer la cantería. Y así, la torre de Anguciana luce un par de filas de almenas, unas de piedra y otras de hormigón, de una originalidad sin par. La espadaña en lo alto se amplió para dar cabida a tres campanas y enriquecer la musicalidad de las llamadas a oración. Junto a la torre y la casona, apareció entonces un ala en ele, propiamente conventual, pintadita en azul y con ventanas oblongas.
La segunda reforma y ampliación importante se hizo derribando “el palacio” y construyendo en su solar una gran iglesia y hasta un claustro interior en la articulación con el ala mencionada. Pero se hizo más alta que la anterior, se pintó de amarillo, y las ventanas se hicieron de medio punto, con lo que el conjunto, si no en homogeneidad, ganó, eso sí, en riqueza y variedad. Proyectó y dirigió las obras un padre franciscano que al parecer había adquirido experiencia en sus fundaciones americanas. El caso es que no calculó muy bien las proporciones de la iglesia y una vez erigida, les pareció a los frailes un cajón demasiado alto y estrecho. Decidieron entonces hacer un forjado a un tercio de su altura, más o menos, consiguiendo el doblete de una iglesia arriba y un cine debajo. El problema que se les planteó fue que el nivel de la iglesia se quedó algo alto y las escaleras de acceso desde la calle, además de muy empinadas, tenían que invadir la acera. Pero eran tiempos en que Dios era mucho más importante que las alineaciones, así que en cierto modo, esas escaleras que rezuman de la fachada son un monumento, pues dando expresión a una cierta jerarquía de valores, llaman a la devoción.
Otras obras puntuales sucedidas en el tiempo fueron, en verdad, mucho menos afortunadas. Un buen día sobre una almena surgió una chimenea de obra con tejadito y todo, y bajo la fila de huecos ojivales que dan a la carretera se abrió un hueco rectangular y descentrado con otra pequeña chimeneíta para toma de aire: los frailes habían puesto calefacción de fuel oil en el castillo. La obra no era divina, pero el ayuntamiento también concedió que el tanque de fuel oil se instalase debajo de la calle pública que baja a fuente la Virgen. Cruzaron luego sobre las venerables piedras areniscas de sus muros muchas palomillas de la luz y una larga y recta bajante de aguas con que se resolvió una enorme gotera que oscureció durante años la barbacana de la esquina noreste.
Pero lo más significativo e interesante que le sucedió a nuestro castillo fue cuando apareció en lo alto de sus almenas una antena de televisión. Si D. Miguel de Unamuno poetizó con las almenas de los castillos de España diciendo que eran las adarajas entre el cielo y la tierra, ¿qué no hubiera dicho de esta captadora de ondas del éter metida en medio de la adaraja?.
A diferencia del cercano castillo de Sajazarra, que en mi niñez estaba hundido y vacío en su interor, y a nosotros siempre nos parecía lugar de desolación y abandono, el castillo de Anguciana tenía mucha vida, aunque como es propio de los castillos, bastante secreta. Y es que los seminaristas no tenían el más mínimo contacto con el pueblo. Sólo la capilla de las escaleras empinadas era accesible al pueblo a las horas de oración. En las misas compartidas entre pueblo y convento, los seminaristas se situaban en el coro fuera de nuestra vista Los frailes solían dar unos sermones muy teatrales, sobre todo después de su estancia en el Perú, y la verdad es que con parroquia y convento la vida religiosa del pueblo estaba muy bien abastecida de misas y oficios. Algún fraile lego sacaba el ganado del convento por las choperas del soto y eso era todo lo que veíamos de la vida del castillo. Pero veíamos que había vida, y mucha, y eso era lo importante.
A mediados de los setenta cuando los pueblos de Castilla decidieron mandar sus hijos a las fábricas de Bilbao en vez de a evangelizar indios, los frailes se fueron también a la capital, cerraron el convento, y lo vendieron a un maderero de Llodio que veraneaba en el pueblo. A los pocos años, y como no supo muy bien qué hacer con tanto edificio, el maderero se lo vendió a unos constructores de Vitoria, que tampoco han dado muestras de querer hacer nada con todo ello. Los edificios del convento llevan más de veinte años vacíos, los cristales de las ventanas van desapareciendo por las pedradas de los chiquillos, los canalones y bajantes se caen y todo emana un aire de ruina dulcísimo. Mucho más hermoso, sin lugar a dudas, que el lustre de nuevo rico que ahora ostenta el vecino castillo de Sajazarra, comprado, reconstruido y usado como mansión por un magnate de las bebidas de cola.
En los actuales tiempos de progreso, movilidad, inversiones y turismo, sé que tener una ruina tan hermosa en medio de mi pueblo es un lujo asiático que no puede durar mucho, y que pronto o tarde nos será privado por algún adinerado, algún inversor o alguna Consejería de Cultura.
Pero mientras siga en su actual aspecto de abandono, quisiera que estas líneas de evocación de vida y no de cosificación de cosas ayudarán al lector, que no al turista, a contemplarlo en toda la belleza de su decrepitud.

sábado, 24 de febrero de 2007

MIRAR EN CONTRASTE






(Publicado en la revista En contraste nº 1, es un artículo íntimamente relacionado con “Las verdaderas fotos de la estación de Atocha” que viene más adelante.)


Llevo algunos años (aunque de un modo bastante intermitente e irregular) tratando de definir una mirada sobre La Rioja, y sobre cualquier lugar en general, que se oponga y contradiga la mirada “oficial”, esto es, que se aleje y aparte (que se libere) de la forma de mirar de la miradas “dirigidas” y de las miradas “interesadas”.

Si cuento el proyecto antes de hacerlo realidad es, además de por intentar acabar con mi intermitencia e irregularidad, porque esa mirada que trato de definir no quiero en ningún caso que sea una mirada personal o de “artista”, que se aísla y singulariza al margen o por encima de los demás. Por el contrario, la mirada que busco es la mirada común y sencilla, la mirada directa y verdadera de un pueblo sobre su tierra, es decir, una mirada colectiva de los riojanos sobre sus paisajes de calles, pueblos, campos y ciudades. Una mirada de ida y vuelta entre el lugar y el que mira: una mirada “reflexiva”.

En el fondo creo que es un proyecto paralelo a ese otro empeño de quien trabaja por recuperar los contenidos de las palabras ahuecadas o vaciadas una y otra vez por el discurso oficial y por el manoseo colectivo. Se trata por tanto de un proyecto poético, y no estrictamente de un proyecto político, pues en principio no quiere cambiar las cosas de sitio, sino apenas el modo de verlas. O aún menos si cabe: se trata tan sólo de ver las cosas que nos rodean y nos conforman como pueblo y territorio, de ver pan donde haya pan, y vino donde haya vino. Y que ese pan y ese vino sean lo que son y no esa otra cosa que las miradas interesadas y dirigidas quieren que sean.

Lo primero que hay que hacer para definir esa mirada es, evidentemente, perder el miedo a la fealdad. Desde la más tierna infancia se nos educa a apartar la mirada de lo feo (“eso no se mira...”), insensibilizándonos hacia sus modos de expresión, sus variantes y sobre todo, sus relaciones con la parte de nuestro ser en que anidan la desidia, la torpeza, el abandono, la crueldad, el abuso, la ignorancia o la apropiación indebida. Ahora bien, en este trabajo propongo ser convenientemente aristotélico y ver en las fealdades de los lugares que se miran justamente todas nuestras maldades; fundamentalmente, y sobre todo –propongo–, para apartarnos radicalmente de esa mirada masiva que desde hace unos años promueve el cine, la televisión y las revistas, en definitiva, todo el poder público y económico, y que consiste en contemplar la maldad o la fealdad una y otra vez desde la excitación del morbo y la calidad de las imágenes.

En la mirada que trato de definir no cabe ni la “calidad de imagen” ni la “morbosidad”, sino sólo el deseo y anhelo de verdad. Y por tanto, del título de mi proyecto inicial, que era algo así como “fea es La Rioja”, he ido pasando a títulos más irónicos como “La Rioja calidad”, y finalmente más esencialistas como “así es La Rioja”, “lugares de La Rioja” o simplemente “fotos”, porque ese es el medio que he escogido para materializar esa mirada.

La utilización de la fotografía como herramienta de expresión de esa mirada “liberada”, implica dominar un poco las veleidades del “medio”; al menos, hasta descubrir que si la foto es, por definición, una técnica fiel de captación y representación de la realidad, toda su historia es justamente la del alejamiento de su tecnicismo originario. Cada foto contenida en un libro de fotos o en un medio de comunicación posee por lo común la expresión fiel de la mirada del fotógrafo y no la expresión verdadera de la realidad por ella captada. Es preciso, por tanto, hacer fotos “como quien no quiere la cosa”, con rapidez y descuido, olvidándose de uno mismo y de la expresión de la propia mirada, educada, pretenciosa y artística. Es necesario tan sólo mirar el lugar que se tiene ante la vista y fotografiar.

Para descubrir la verdad de La Rioja como lugar hay que ponerse a la tarea de hacer muchas y variadas fotos, y analizar luego pacientemente todas ellas hasta ver en cuál hay menos expresión de la mirada personal y más verdad del lugar. Las cámaras pocket-todo automático o “para tontos” son muy útiles en este empeño. Nada de encuadres, mediciones de luces o enfoques: mirar simplemente con la mirada desnuda de quien quiere la verdad más sencilla, la que está ahí delante, y apretar el botón.

He juntado con este procedimiento unos cientos de fotos que contienen una Rioja muy distinta a la que la gente dice ver y me gustaría empezar a mostrar mi trabajo y mi método para “contrastarlo” con la realidad oficial. Nada mejor, por cierto, que traerlo aquí a este primer número de la revista EN CONTRASTE, para ver si los lectores me apoyan y se suman a mi tarea (me sacan de la irregularidad y de la intermitencia) o, por el contrario, me dicen que esto es un proyecto artístico como otro cualquiera y que estoy tan chiflado como el que más.

Como muestra un botón; y para que sea ejemplar, casi casi caricaturesco: en el pasado mes de noviembre acudí con un grupo de “expertos” a enseñar los monasterios de San Millán al comisionado de la Unesco para que informase favorablemente en el expediente sobre su declaración como “Patrimonio de la Humanidad”. Pocas veces uno encuentra una ocasión más clara en la que de lo que se trata es de “dirigir una mirada allí donde interesa”. Había que hacer que Mr. Clerk, que así se llamaba el comisionado, mirase allí donde había belleza y orden, historia o interés arqueológico.

Pues bien, nada más llegar al Monasterio y antes de sumarme al grupo, ya tomé la primera fotografía de una antena parabólica encima del tejado del convento que le daba un toque muy progresista; otra de un parking con una combinación de farolas modernas y fernandinas que mencionaba cierta confusión de criterios; otra de un fraile-anuncio con un copón de bebida en la mano que ofertaba un restaurante a base de un cartel cuya flecha era la silueta de un cohete espacial; otra de un paramal de tierra y charcos en el acceso de la puerta principal con un banco de madera tan extrañamente colocado que descubrí que estaba allí para tapar el agujero de una alcantarilla; otra de dos contenedores verdes de basura que hacían juego con dos arquillos del muro y con las dos texturas del mismo; y, en fin, otra de una puerta lateral del templo, húmeda y rota, sujetada con un tablón y dos puntales amarillos.

Empezada la visita colectiva, una y otra vez sentía la tentación de quedarme atrás para captar una estatua descabezada en una hornacina desconchada; el suelo del claustro de cemento ruleteado; las ventanas modernas pésimamente encajadas del segundo piso del mismo claustro; el rancio ambiente donde se guarda la famosa arqueta de los marfiles iluminada con unos finos halógenos que cuelgan del techo; el telón de grutescos dibujados con una extraña arquitectura que oculta los andamios bajo el coro de la iglesia; el cartel anaranjado chillón que anuncia las obras junto a la misma pared del monasterio de Suso; la arqueta expositora de los libros del guía y el póster verde en papel couché cogido con cello en la entrada del mismo cenobio; y en fin, a todo el grupo oficial dando explicaciones de las bellezas del lugar bajo la esperpéntica estructura metálica de sujección horizontal, entre los arquillos con tumbas medievales de nuestro monumento más emblemático.

Mi mirada se volvió tierna más de una vez durante el recorrido, porque imaginaba que con la llegada de la “declaración” todos esos signos tan evidentes de nuestra desidia, nuestra torpeza, ignorancia, abuso, abandono o crueldad, iban pronto a desaparecer de allí. O acaso porque contenían tanta verdad sobre nosotros y nuestra historia como los signos que le hacíamos ver afanosamente al pobre Sr. Clerk.

Pues bien, mientras declaran a San Millán Patrimonio de la Humanidad o mientras se nos hincha el pecho una y otra vez diciendo lo bonita que es La Rioja; mientras se hacen libros, vídeos y folletos con las imágenes más edulcoradas de nuestros monumentos, de nuestras calles o de nuestros paisajes; yo propongo obstinadamente, colectivamente, mirar de esa otra manera no oficial, mirar de una forma desnuda, sencilla y verdadera; mirar los objetos reflexivamente sin mirarse previamente a sí mismos; o mirar, mismamente, “en contraste”.

miércoles, 21 de febrero de 2007

LA HEROICA LOGROÑO


(Publicado en el diario La Rioja el 18 de mayo de 1994.)

A finales del año pasado el Ebro arrasó las fincas de sus riberas. Luego, un caluroso marzo ha inundado de savia las plantas para que la helada de abril las arruinara. Por si fuera poco, sigue sin llover y el cereal se agosta sin llegar a mayo. Cuando estemos a punto de recoger lo poco que las fincas hayan dado, vendrá el pedrisco, las plagas de insectos o los pájaros. Y si aún queda algo, una política desastrosa de comercialización de productos del campo nos obligará a enterrar los tubérculos o a dejar pudrir los frutos.
Los hombres del campo están modelados con estos cinceles. Mientras el progreso de las herramientas, la ampliación de los regadíos, el invento de nuevos plaguicidas, la oferta de nuevas líneas de créditos a bajo interés, la cobertura de los seguros o la construcción de buenos almacenes de productos, les han prometido constantemente una más fácil y mayor producción, la naturaleza y el destino les avisan regularmente de lo insensato de la empresa. Ellos esquilman la tierra para dar de comer al mundo y, a cambio, ven cómo una y otro les machacan periódicamente.
Adquieren así, poco a poco, año a año, y sin estudiar, la vieja sabiduría del hombre, el primitivo conocimiento del mundo, aquella eterna verdad que vislumbró la humanidad justo antes de que la cultura de occidente se desplegara desde Grecia haciéndonos creer en la razón, en la filosofía, en la ciencia y en la técnica. Se les nota en la mirada perdida y ensoñadora, una mirada que los tontos llaman escéptica, pero que nada o poco tiene de ello. Es una mirada más antigua, anterior incluso a la del fatalismo. Quien tiene la suerte de ver la riada, y luego el intenso fluir de la savia, y luego, la helada, y más tarde, la caída del pedrisco o la fuerza terrible de los minúsculos insectos; y contrasta todo ello con los poderes que la ciencia y la técnica le otorgan, quien tiene ante su vista el despliegue de todas las fuerzas del devenir, atisba su sinsentido, piensa que sólo se trata de ilusiones, y da por fijar su mirada en el ser eterno, unívoco e inamovible de las cosas todas.
Los ciudadanos de Logroño son gentes de campo. A comienzos de siglo nuestra ciudad tenía sólo veinte mil habitantes, y buena parte de ellos estaban dedicados a las tareas agrícolas. La mayoría de los cien mil restantes que completan el actual censo han venido de los pueblos de la provincia, así que en todo encuentro entre dos logroñeses la pregunta de rigor es, ¿y tú de qué pueblo eres?
La migración del campo a la ciudad, el abandono del contacto con las fuerzas de la naturaleza en pos de un hueco en las redes del “bienestar” creadas por la razón y el progreso, ha supuesto una gran transformación en la mentalidad de estas gentes, en su aspecto exterior, en sus costumbres, en su sentido de la economía, en sus relaciones sociales, en su hablar, en su movilidad y, en general, en su forma de vivir.
Y sin embargo, a pesar de tantos cambios, por debajo de todas estas nuevas apariencias, la actitud impasible ante los desastres de la naturaleza y la impotencia de la técnica, esa disposición heróica que socaba el carácter de acontecimiento del propio desastre, sigue incólume.
Lo demuestra el hecho de que los logroñeses vean en los políticos todos, no una fuerza controlable por el voto, la razón o el sentido común, sino una plaga de insectos, una sequía pertinaz, un erupto de la naturaleza tan aleatorio como las tormentas o las heladas, es decir, un fenómeno tan inconsistente como los otros, acaso una mera ilusión, una nada.
Que los logroñeses son héroes de una pasta equivalente a la de los titanes de la antigüedad pregriega lo demuestra, sin ningún género de dudas, el hecho de que sigan cruzados de brazos y con la mirada perdida ante las calamidades que el alcalde Manuel Sainz y la alcaldesa Pilar Salarrullana infligen diariamente a su ciudad.

martes, 20 de febrero de 2007

ESTOCOLMO: LA CIUDAD Y EL AGUA


(Para otra exposición de fotografías del Colegio de Arquitectos de La Rioja, esta vez sobre Estocolmo, me tocó escribir algo sobre el carácter acuático de la capital sueca; fue en 1997.)

El éxito popular de Venecia como ciudad sobre el agua ha provocado no pocos intentos de emulación en todo el mundo, por lo general más literarios que reales. Y así, cuando una ciudad posee unas pocas vías de agua en su interior se le denomina alegremente la Venecia del Norte, la Venecia tropical, la Venecia rusa o hasta la Venecia ártica.
Pues bien, lo primero que el viajero o el estudioso de las ciudades tiene que hacer para entender Estocolmo, es quitarse de encima ese fatal latiguillo publicitario de la Venecia del Báltico.
Estocolmo surge más o menos como una ciudad intermediaria entre un impresionante archipiélago de unas 24.000 islas (!) y el continuo peninsular, en un territorio laberíntico donde agua y tierra se entrecruzan y encuentran una y mil veces confundiendo cualquier intento de geometrización.
Así que si hubiera que establecer alguna analogía con Venecia sería con un gran salto de escala: si en la famosa ciudad de la laguna el callejero de tierra y agua se retuerce y requiebra en cada manzana hasta hacer perderse al turista, en Estocolmo es el territorio del entorno, con islas, lagos y brazos de mar, el que obra la confusión. La Estocolmo primitiva, apiñada en el contorno de una isla más o menos circular, la que hoy se conoce como Gamla Stam o ciudad vieja, con un callejero medieval perfectamente entendible, no tiene nada que ver con Venecia. Y sin embargo, cuando en su crecimiento a través de los siglos ha de saltar de isla en isla hasta ocupar trece o catorce de ellas (según dicen...), sí que adquiere entonces ese aspecto caótico que en una muy diferente escala pudiera asemejarla con la popular ciudad del Adriático.
Quede claro entonces que en Estocolmo no hay estrechos canales ni puentecitos de escaleritas y suspiros, sino lenguas de agua de un archipiélago que se apiña hasta hacerse tierra firme, y largos y anchos puentes de tráfico rodado que comunican unas islas con otras.
Las experiencias de encuentro entre la ciudad y el agua en Estocolmo (y así mismo las fotografías de esta sección de la exposición) pueden agruparse en tres tipos: 1, las fachadas de la ciudad sobre el agua; 2, el agua como problema de cohesión urbana; y 3, el retorno al archipiélago.

1. Las grandes superficies de agua tranquila (en el mar no suele pasar) frente a una ciudad juegan el papel de amplias plazas o grandiosos parques desde los que se puede obtener una perspectiva general de sus fachadas, haciendo que la propia ciudad tome conciencia de ellas.
La más famosa fachada urbana de Estocolmo sobre el agua es la de la ciudad vieja sobre el algo Saltsjön en el muelle denominado Skeppsbron, donde cada casa aparece separada de la de al lado y en donde irrumpe el imponente Palacio Real con un escala mastodóntica y una curiosa charnela en rampa respecto al caserío rematada por la iglesia Storkyrkan al fondo.
La fachada de la Strandvägen aparece sin embargo en empalizada, como corresponde a las características de ensanche decimonónico del que surge.
Completamente diferente, la fachada del Södermalm o isla del Sur muestra la complejidad de sus escarpes y laderas en el apiñamiento y estratificación de los edificios, que miran al agua desde una verticalidad estupendamente simbolizada en el ascensor Katarinahissen.
La fachada más veneciana, en fin, la constituye en exclusiva la singular pieza del Ayuntamiento, que contiene en sí misma, y por capricho de su arquitecto, los inconfundibles recuerdos del Palacio Ducal y del Campanile de la Plaza de San Marcos.

2. El cosido de las islas a través de los puentes es uno de los puntos más traumáticos de la ciudad porque nunca se consigue a través de ellos una efectiva conexión formal urbana, rompiéndose, fatalmente, la continuidad de la navegación.
Los puentes de Estocolmo se han ido ensanchando a lo largo de sucesivas reformas e incluso haciéndose de dos pisos, para permitir el intenso tráfico rodado y ferroviario, y parecen unas tristes y grandes grapas tecnológicas ajenas a las formas urbanas y a la grandeza del paisaje.
La mirada sobre los puentes es, sin duda, la más dura y compasiva que se puede tener sobre la ciudad de Estocolmo.

3. Pero tanto hacia el lago Malaren como hacia el archipiélago exterior, la ciudad se libera de sus problemas y vuelve al encuentro con la naturaleza. El agua recupera definitivamente su protagonismo como vía de encuentro y comunicación, y las casas, los edificios institucionales, y hasta las fábricas, surgen en sus riberas mirándose plácidamente en el agua y mostrándose para ser vistos desde ellas.
En esta experiencia urbana y paisajística, el espectáculo de las casitas unifamiliares situadas en el bosque y junto al agua, e inflamadas por la luz de los larguísimos atardeceres veraniegos, ofrece unas de las más singulares imágenes que puedan darse en la conjunción entre naturaleza, ciudad y agua.

lunes, 19 de febrero de 2007

BERLIN


(Textos para una exposición de fotografías en el Colegios de Arquitectos de La Rioja en 1996.)

La Arquitectura es la expresión humana que más se resiste a ser transportada por los medios de comunicación: ni la literatura, ni los dibujos, ni las fotografías, y ni siquiera el moderno cine, son capaces de llevar a sus receptores la esencia de un lugar, la verdad de una ciudad o la presencia de un edificio.
Nos traen, eso sí, “cuentos”, “historias”, “impresiones personales”, “imágenes”, o “indicios de la Arquitectura”, pero nunca Arquitectura, porque ésta –así lo enunciamos– sólo es Arquitectura en su indisoluble vínculo a un lugar, a un entorno, o a una ciudad.
Por otra parte, la fotografía es un arte tramposo, probablemente el más tramposo de todos: a causa de la exacta correspondencia entre el “objeto” y su representación fotográfica, olvidamos, muy a menudo, que en el encuadre, en la intencionalidad, en el descuido, en la luz o en el momento del día, hay toda una selección (o una causística), que ha hecho previamente (o en la que ha incurrido) el “sujeto” que está detrás de la cámara.
Una exposición de Fotografía de Arquitectura es, por lo tanto, un total simulacro : no hay ni Arquitectura de verdad, ni exacta correspondencia entre la Arquitectura y lo representado. Bien mirado, lo menos falso que se le puede decir al visitante de esta exposición es que aquí hay “noticias de Arquitectura” e “historias de viajeros”.
En efecto, un grupo de arquitectos de Logroño, con amigos y familiares, hicimos en Septiembre de 1995 un viaje a Berlín, con extensión a Postdam y Dessau, para ver su Arquitectura en su lugar. Ahora bien, todo viajero que ve “las cosas en su lugar” suele entusiasmarse más de la cuenta, y fruto de esa euforia suelen ser las fotos y los deseos de compartir su experiencia con los demás. Entiéndase así la Exposición, y en ningún caso como la pretensión de traer aquí la Arquitectura de Berlín. Se trata, tan solo, de echar un vistazo sobre Berlín de una manera ordenada por capítulos históricos ..., o simplemente, de un divertimento; algo así como el juego de sílabas con la que se ha titulado : VERBERLIN.

1. Hay un Berlín histórico, barroco, académico, ecléctico, neoclásico, un Berlín de cierto empaque y solera que sobrevive malamente a los avatares bélicos y a las subsiguientes reconstrucciones, pero que sobrevive. Con un ojo puesto en el esplendor francés y el otro en las ruinas mediterráneas, los príncipes ilustrados y los arquitectos románticos construyeron una serie de edificios entre Berlín y Postdam que bien valen un capítulo en esta visita.
La figura del arquitecto Karl Friedrich Schinkel aparece una y otra vez en todos los recintos significativos, la isla de los Museos, el parque de Sanssouci en Postdam, el entorno del palacio de Charlottemburg o la Platz der Akademie, no sólo por la calidad compositiva y la belleza de sus obras, sino sobre todo, por esa falta de prejuicios estilísticos que en los últimos años le han traído al primer plano de la teoría arquitectónica.

2. Alemania entendió como ninguna otra nación en el mundo que la Primera Guerra Mundial había cerrado la época en la que el lujo era casi indispensable en toda Arquitectura. La figura de “el trabajador” descrita por Jünger, o los procesos industriales de producción en serie consagrados en el conflicto bélico como los nuevos demiurgos de la historia, reclamaban otras casas y otras ciudades; otro modo de hacer las cosas, otra Arquitectura.
Peter Behrens es la figura central de la transición entre el academicismo y la modernidad. Los expresionistas, entre los que Mendelsohn podría ser la figura más representativa, tuercen, curvan y requiebran sus edificios buscando un nuevo lenguaje. La Escuela de la Bauhaus en Dessau es el hito universal del nacimiento de esa nueva Arquitectura que desde entonces llamamos Moderna.

3. En la década de los cincuenta, sobre las ruinas físicas y anímicas de una ciudad desolada por la barbarie y la destrucción, se hizo un ilusionado intento de llamar a los exiliados arquitectos modernos para construir unos edificios emblemáticos que apuntasen de nuevo hacia el futuro.
Es posible que en la construcción de esos museos y edificios significativos, Mies van der Rohe, Walter Gropius o Hans Sharoum miraran más bien hacia su propio pasado personal que al futuro de la ciudad, así que parece prudente mirarlos como “memoriales” de un tiempo convulso y confuso del que acaso todavía no hayamos salido del todo.

4. Casi treinta años después de esa simbólica restauración de la modernidad, la ciudad de Berlín, dividida por el muro de la guerra fría entre Este y Oeste, seguía siendo una ciudad congelada y sin esperanza en sí misma. La construcción anodina de la zona Oeste o la edificación de vivienda masiva en la zona Este amenazaban con hacer de la ciudad un erial, espejo acaso de los enormes solares abiertos por la destrucción. En ese contexto sólo el barrio del Kreuzberg parecía apuntar cierta vida berlinesa gracias a las subvenciones a la juventud, a la tolerancia, y a la savia aportada por los pueblos inmigrantes.
La administración de la ciudad occidental se planteó entonces un plan de prestigio, el IBA´84, llamando a arquitectos de fama internacional para proyectar la nueva vivienda berlinesa. El resultado fue bastante irregular, mediocre e incluso folklórico, porque como suele ocurrir, cuando los arquitectos son llamados por su nombre, quieren dejar su nombre, y se olvidan entonces de la Arquitectura, esto es, del Lugar, y de la Ciudad.

5. La caída del muro y la unificación alemana le han planteado definitivamente a Berlín el reto de ser una gigantesca Ave Fénix que no sólo recupere su identidad o la reinvente sino que, a tenor de la pujanza de la economía alemana en el contexto europeo, aspire a convertirse en una nueva capital europea.
De nuevo han sido llamados los arquitectos de renombre mundial, pero esta vez no para construir casitas sino para erigir los grandes edificios de oficinas y los simbólicos edificios institucionales.
En Septiembre de 1995, cientos de grúas dibujan un perfil inédito de la ciudad. Las calles están todas en obras acogiendo unas nuevas infraestructuras. Las recién abiertas autopistas de acceso a la ciudad doblan y triplican sus carriles, y las vías del ferrocarril otro tanto. Toda la maquinaria es de primera mano y la organización impecable. El espectáculo es impresionante. Sólo comparable, ¡ay!, a la misma capacidad destructiva que hace poco más de cincuenta años se abatió sobre esa ciudad.

Quiera la suerte que las cosas no vayan tan deprisa y que Berlín no se convierta en la ciudad-símbolo de las ciudades en frenética producción y destrucción. Quiera la suerte que tengamos los humanos algún momento para contemplarlas, para pensarlas, y para vivirlas, o por lo menos... ¡para verlas!.

domingo, 18 de febrero de 2007

DEL SENY AL DISSENY


(Este artículo lo mandé a algún medio nacional que no recuerdo; lo cierto es que no fue admitido a publicación para no molestar a la fiesta nacional que por entonces vivía todo el país.)

Los catalanes son hoy muchos más españoles de lo que dicen. Hace unos años, Albert Boadella trató de hacerlos pasar por alemanes ridiculizándoles en aquella ácida comedia titulada Catalonia M7. Y si bien es cierto que algo de esa eficacia europea aún conservan, la pérdida de referencias culturales, la zancadilla, el provincianismo y hasta la corrupción carpetovetónica han obtenido carta de naturaleza en Cataluña con la construcción de la Barcelona Olímpica. Eso sí, con mucha discreción.
La sustitución del “seny” (sensatez), esa palabra mágica que identificaba a los catalanes como pueblo autónomo y envidiable, por el “disseny” (diseño), esto es, el no-seny, ha conseguido no sólo dejar a Cataluña a este lado de los Pirineos, sino también acabar con la ciudad de Barcelona tal como era.
A nivel físico las grandes operaciones de la Barcelona Olímpica podrían resumirse en tres apartados:
1) Completar los cinturones de ronda
2) Abrir Barcelona al mar; y
3) Construir las edificaciones deportivas para los Juegos Olímpicos.
Es decir, utilizar el pretexto de las Olimpiadas para dar una fuerte sacudida urbanística a la ciudad. Una periodista de El Europeo, recogiendo el espíritu que ha animado a la ciudad durante estas transformaciones, llegaba a escribir que las reformas emprendidas suponían “una operación que sobrepasa a la que dió origen al ensanche” (El Europeo nº 41, pág. 16).
Pues bien, a pesar del triunfalismo que anima a este tipo de declaraciones (convertidas ya en tópico), creo que no les falta razón, aunque yo, en vez de “sobrepasa”, diría más bien, “da al traste”. Verán por qué.

Los cinturones de ronda

Cien años después de la gran intuición de Ildefonso Cerdá, que en el espíritu de su siglo definía a la ciudad, no como un espacio acotado, sino como una abierta y ordenada red de carreteras y cruces de carreteras, los urbanistas de este país, incluso los de la misma Barcelona que día a día disfrutan de los restos de aquella idea genial, siguen cerrilmente empeñados en entender la ciudad como un mercado, o sea, como un lugar central. Y puesto que pasar por entre medio de los carros y los tenderetes es tarea ardua, a los ingenieros, a los arquitectos y a los políticos no se les ocurre otra cosa que hacer y hacer caminos que den la vuelta a la ciudad. Pero como la ciudad crece espontáneamente más por unos sitios que por otros, a la hora de cerrar el circulito siempre hay un edificio o un barrio entero que les hace la pascua. Y como la expropiación tiene muy mala prensa y es tarea ardua de papeleos, pues es cuestión de esperar a una guerra, a un Congreso Eucarístico, a un alcalde brabucón o a unas Olimpiadas para que todo se justifique y se acelere.
Cuando se escriba la historia de los cinturones de Ronda de Barcelona, esto es, la historia de la gran traición al Ensanche de Cerdá, deberá hacerse por fascículos, pues desde que tengo noticias de esa ciudad siempre he estado oyendo que ahora se va a abrir un tramo, que pronto se empezará otro, y así sucesivamente. Habrá que advertir, mal que les pese a los actuales gobernantes, que a pesar de la discontinuidad en el tiempo, en este tema de los cinturones de ronda se ha dado una gran continuidad entre la política de ínclito alcalde Porcioles con la del socialista Maragall, y que éste último no ha hecho sino acabar las obras de aquél poniendo punto y final a la Barcelona abierta de Cerdá.
Y es que esto de los cinturones de ronda tiene un tremendo gancho popular entre los automovilistas (que es como decir todo el mundo), pues hay que ver la cara de bobalicón que se les pone a los rapidillos del volante (muy frecuentes en España, pero abundantísimos en Cataluña) cuando les dicen que dando la vuelta se acorta muchísimo. El director adjunto de La Vanguardia escribía alborozado en día de San Jorge de 1992 (pág. 2): “Hoy se inaugura el anillo completo de los cinturones de ronda que harán posible dar la vuelta a la gran Barcelona sin tropezar con semáforo alguno”.
Recordar que el cinturón de Ronda es autopista y no carretera, y mucho menos calle, y que la autopista es destrucción del lugar, es decir, un vacío que existe entre un lugar y otro, es convenir que con estas operaciones no sólo se destruye la ciudad de Cerdá en particular, sino la ciudad como lugar en general.

El mar

Hoy en día, la destrucción de una ciudad mediante cinturones de ronda se vende en cualquier parte del mundo con sólo mencionar el beneficio que eso representa para los coches, pero en el caso de Barcelona, como lo que se destruía era toda una teoría construida de la ciudad, los responsables de la empresa les han puesto a los barceloneses otro caramelo para que piquen sin darse cuenta: la apertura al mar.
Como es sabido, la promesa de abrir Barcelona al mar es algo que viene de atrás, de cuando la república y el Plan Maciá, porque para bien o para mal, el espíritu del tiempo quiso que el primer ferrocarril de España, el de la famosa línea de Barcelona a Mataró, se instalase justo en la orilla del mar, en el límite Noreste de la ciudad. Como el puerto eminentemente fabril no es un sitio precisamente bucólico y como por el Sureste la montaña de Monjuitch era un obstáculo natural entre el plano de Barcelona y el mar, (y desmontar un tren o un puerto en aquellos tiempos era un sacrilegio), para recuperar el mar se le ocurrió al famoso Plan Maciá la idea de conectar Barcelona con Casteldefels salvando el delta del Llobregat. Hombre, no era la solución ideal, porque estaban un poco lejos una de otra, pero inventando la casita de vacaciones o de fin de semana, asunto resuelto.
Eran tiempos de balbuceos, de tentativas, de invención. Luego vino la guerra y la postguerra, tiempos de destrucción, de la escasez y de la chapuza, en los que a las calles de Casteldefels no llegaba ni el asfalto ni el alcantarillado. Mas adelante, con el desarrollo económico de la autarquía, las industrias ya no cabían en el Poble Nou ni los barcos en el puerto, así que se fueron yendo todos a la zona Franca, justo entre Barcelona y Casteldefels, porque allí había mucho hueco. Tanto, que también se metió el aeropuerto y fue entonces cuando para pasar de un lado para otro empezó la historia de los cinturones de ronda.
Lo curioso del caso es que a poco que estudiemos la geografía y la historia del levante español, o sea, la del seny, observamos que las ciudades siempre han dado la espalda al mar cuando no se han alejado prudencialmente de éste (afortunadas ellas que sobrevivirán al anunciado deshielo de la Antártida). Y es que la ciudad, la verdadera ciudad, poco o nada tiene que ver con el mar. El mar, como el campo, es precisamente la no-ciudad. Así que la construcción de la línea de ferrocarril entre la ciudad y el mar, o entre la ciudad y el río marinero, como ocurrió en Sevilla, no fueron hechos casuales ni errores históricos, pues conscientes de que hacia el mar o hacia el río nunca podría crecer la ciudad, la barrera que es la vía férrea debería colocarse precisamente allí. La obsesión de abrir Barcelona al mar o Sevilla al Guadalquivir es el síntoma más claro de la agonía de la ciudad. O dicho de un modo algo más poético y también patético: la ciudad ya no busca terrenos para su crecimiento, sino un vacío donde mirarse o un hueco donde morir.
Pero para reconvertir el Poble Nou en un barrio residencial con vistas al mar, o sea, en un pastelito para las inmobiliarias, no era suficiente con quitar la vía del tren. Allí estaban aún cientos y miles de pequeños talleres y fábricas que en su día bautizaron a ese territorio como el Manchester español. Y además de su presencia física, había allí también una urdimbre de relaciones entre los propios talleres y la ciudad. La historia de la “ciudad industrial” es la vergonzosa sucesión de maltratos hacia aquellas zonas que precisamente la hicieron posible. Los restos de ciudades medievales, barrocas e ilustradas no han dejado de odiar a esos trozos de ciudad en que se ubicaron inicialmente las fábricas. Se ha querido siempre decir que esos trozos de ciudad no eran ciudad y se les han puesto barreras por medio, las han situado tras los ríos o tras una línea de ferrocarril. En Barcelona, sin embargo, no se ubicaron tras ningún río, y el ferrocarril lo pusieron justo al borde del mar, así que simplemente siguiendo las mismas calles del ensanche Cerdá se pasaba de las casas al taller. Algo demasiado fuerte para el esteticismo hipócrita de este siglo. En consecuencia, Barcelona nunca se ocupó lo suficiente en despejar y arreglar las calles entre el Ensanche y el Poble Nou, en luchar contra las propiedades que invadían la continuidad del viario propuesto por Cerdá, de modo que ese pedazo de ciudad acabó por convertirse en un pequeño laberinto, en un espacio marginal. Su reconversión en pastel especulativo ofrecía esa pequeña dificultad.
La apuesta tenía entonces que ser fuerte, y por ello se situó allí la villa olímpica. En un golpe de mano, o sea, de expropiación, se adueñan de una docena de manzanas Cerdá junto al mar recuperado y junto al cinturón de ronda recién inaugurado por el litoral; llaman a los modistos de la arquitectura más afamados (premiados alguna vez por el FAD fue el requisito), y construyen, dicen, una nueva Icaria, que por metástasis (¡ay!) regenerará todo el Poble Nou. Un par de párrafos de Justo Isasi en A&V nº 22, pág. 26 critican excelentemente la operación: “Pero comparado con el viejo Ensanche de Cerdá, el nuevo ensanche olímpico procede con condiciones de edificación y de promoción muy diferentes (...) Al derroche urbano de espacios públicos le acompaña una gran pobreza de los espacios de acceso, precisamente aquellos -portal, escalera y ascensor-, que en el viejo ensanche celebraban la invención del alojamiento vertical que hace posible la vivienda urbana (...) Como en la Viena Roja vuelve aquí el desafío de construir grandes gestos urbanos con la materia prima que proporcionan los bloques de pequeñas viviendas, cuyos elementos, desde el balcón al portal, admiten poco énfasis por sí sólos”. Un paseo por la villa olímpica es lo más parecido a la visita de la Expo de Sevilla: un paisaje de feria que en un par de horas embota nuestros sentidos y que por tanto se desea abandonar lo más rápidamente posible en busca de los restos de la ciudad tradicional.
Restos que no encontraremos tampoco en el puerto, pues en una operación de limpieza generalizada de todo lo que pueda oler a trabajo, también han desaparecido de allí los barcos. Mi dentista me suele decir que en la boca hay más gérmenes y bacterias que en el culo, y quienes hemos tenido siempre al puerto como la boca de Barcelona, hemos llegado a pensar que a Solá Morales y a Oriol Bohigas su dentista les ha dicho lo mismo. La operación del Moll de la Fusta ha anulado completamente la vieja relación portuaria de Barcelona con el mar. Los muelles han dejado de recibir las mercancías de los barcos (que han sido llevados hacia la oculta zona franca), y ahora acogen los cachivaches que diseñan los arquitectos de la ciudad. El puerto se ha quedado tan vacío que pasear por él produce una tristeza enorme, porque ni tiene la gracia de un pequeño puerto pesquero ni la grandeza de las grandes infraestructuras que se baten contra el mar (como el dique del Abra en el ría del Nervión). Es otro cadáver, otra zona muerta de la Barcelona Olímpica en la que desvergonzadamente empiezan a anidar yates y otros buitres de velas blancas venidos de no se sabe dónde.
Entre la villa olímpica, el puerto y el “recuperado” mar, el popular barrio de la Barceloneta se ha quedado en medio sin saber a dónde mirar. Y por si acaso desde el exterior las vistas se pudieran volver hacia su tradicional pobreza, un par de gigantescos rascacielos que no vienen a cuento y que son una broma de mal gusto sobre la propuesta de Le Corbusier de 1932, desviarán las miradas de todos los visitantes. Sobre todo porque uno de ellos, el construido por la prestigiosa firma SOM de Chicago, tiene una fachada con forma de andamios sobre la que uno se preguntará siempre si es que sigue aún en obras.

Los edificios deportivos

Pero vayamos ya con las construcciones olímpicas que tienen que justificar los desastres hasta aquí enumerados. La lejana fecha del concurso de proyectos para el anillo olímpico de Montjuich hubiera quedado en el olvido en estos tiempos de tanta información (y tanto olvido) si no fuera porque la revista Arquitectura de Madrid publicó un excelente número (el 247) dedicado al chanchullo del fallo del concurso. Oriol Bohigas, autor máximo de la componenda, se trajo de monaguillos a dos arquitectos provincianos, Peña Ganchegui y Siza Vieira, y entre los tres oficiaron la comunión: en vez de premiar a uno solo de los concursantes invitados y quedar a mal con los demás, decidieron hacer exactamente lo contrario, esto es, repartir el pastel entre todos menos uno, al que no le dieron nada por niño malo. Y es que el niño malo, o sea, el listo, había descubierto la magia del espacio del estadio original frente a la estupidez de mantener la vieja fachada de poniente con su torrecita, y así mismo, el error general del planteamiento del anillo (vease la entrevista que Oíza y Moneo concedieron en el mencionado número de la revista Arquitectura). Y además eran de Madrid. ¡Toma butifarra!.
De aquellos polvos vinieron estos lodos. El anillo es una carretera ancha, muy ancha, con coches aparcados junto a las aceras. Una imagen vulgar y destartalada que tanto al automovilista como al peatón producen una confusa sensación. El paseo central es un espacio inmenso de desolación, una especie de explanada del Valle de los Caídos pero sin vistas, con unos árboles pequeñitos metidos en tiestos y unas esculturas (?) simulando árboles que parecen de alumnos de primer curso de una escuela de diseño. La cruz, ¡hay que cruz!, la ha puesto Santiago Calatrava con una antena de Telefónica que está completamente fuera de escala y que es un artefacto muy amanerado pues, como se le ven las juntas a las chapas, acaba por perder de cerca toda su fuerza escultórica. El conjunto del espacio público se complementa con unos churros farolas (también “de disseny”) que caricaturizan a las famosas chimeneas del Paralelo pero que a fuerza de repetirse resultan cargantes. Porque una caricatura puede ser una anécdota divertida si se emplea aisladamente, pero si se repite y repite suena a un chiste contado mil veces.
Coronando todo este paramal de asfalto y cemento surge el estadio olímpico, en el que se advierte claramente cómo la fachada principal, esa de la torre mal compuesta, está como atrapada entre unos poderosos zócalos de piedra blanca por abajo y la tensión de la gran marquesina de hierro que asoma por encima. La escala de la vieja fachada queda completamente alterada de modo que no puede entenderse de otra forma que como pastiche. Cuando uno se acerca al estadio y observa los encuentros entre la vieja fachada y los nuevos graderíos con sus escaleras y su marquesina, la sensación de desconexión se agranda aún más si cabe. El proyecto final del estadio no corresponde al premiado en el fallo del concurso. Ya que respetaban la fachada de poniente, tanto el equipo de Correa como el de Gregotti (ganadores) operaban de modo contundente en el graderío de enfrente. Pues bien, la solución final, respetando las cuatro casetuchas que miran a la montaña, tiene mucho más que ver con la solución de Richard Weidle, vulgar y convencional (según enjuiciaban los redactores de la revista Arquitectura mencionada), y que en su momento también desestimara el jurado. Y aún peor, como otro híbrido entre ambas propuestas, los graderíos, a fin de ganar unos cuantos asientos más, escalan por encima de las casetas ofreciendo una línea de coronación lamentable. El estadio de Montjuich puede ser saludado como un poderoso manifiesto contra la “rehabilitación” de edificios, dando así por concluida una lucha por la supervivencia del patrimonio arquitectónico que se había iniciado a finales de los años sesenta. Después de Montjuich nadie en su sano juicio podrá seguir enarbolando la bandera del respeto a lo edificado en otros tiempos. Y es que el color cagalera que al final se le ha dado a los muros rehabilitados huele verdaderamente a podrido.
La mala conciencia de lo sucedido en el estadio ha hecho que los promotores del anillo hayan desviado la atención de los medios de comunicación hacia el pabellón de Isozaki. Eso de que lo hiciera un japonés y de que lo construyeran como si se tratase de un número de circo era un reclamo maravilloso para gentes sin imaginación como los periodistas. Además, eso de entrar a un pabellón polideportivo por arriba era una baza de mucho efecto, incluso a costa de la birriosa fachada que ofrece al paseo central. Porque en definitiva, la entrada por arriba, permite disfrutar de la singular telaraña de hierro que lo cubre sin tener que atravesar los sórdidos espacios que indefectiblemente se generan siempre bajo los graderíos. La cubierta del pabellón San Jordi es una buena obra de ingeniería y eso está bien. Pero de la cubierta para abajo, o de la cubierta para fuera, el edificio hace aguas por todas partes. Es curioso observar que un arquitecto tan inteligente y honesto como Ignacio Paricio Ansuategui que, excepto en lo que concierne a las fachadas, ha sido capaz de describir con precisión todos los gravísimos errores arquitectónicos del pabellón (véase rev. Arquitectura Viva nº 17, pág. 18), ha acabado sin embargo cayendo en el papanatismo del elogio incondicional. Y es que, después de descubrir “la rigidez del espacio principal”, “la pérdida del pérfil más novedoso de esa cubierta orgánica a cambio de un proceso de montaje de gran espectacularidad y dudosa utilidad”, “la falta de claridad en la superposición de plantas del edificio en el que pueden contarse hasta cuatro centros en los sucesivos niveles”, “la gratuita plasticidad de la cubierta perimetral que se apoya de una manera inconstructivamente blanda en los pórticos de la esquina”, o el “gran andamio amarillo colgado del techo que en nada contribuye al orden del espacio interior”, encabeza su análisis diciendo que “el patrón de Cataluña no podía fallarnos”... . De echarse a llorar.
Después de tantas emociones me habrán de perdonar que no inspeccionase el edificio de Bofill destinado a Instituto Nacional de Educación Física. Pero es que uno tiene un límite y además ya ha visto mucho Bofill como para desesperar de encontrar en alguna obra suya algún mínimo rasgo de sensatez.

El bibelot

He dejado para el final la aguja pinchada en el Tibidabo, sobre la que he sostenido una particular polémica con Félix de Azúa. Mientras él dice que se trata de un bibelot neolítico, yo opino, sin embargo, que esa torre, por sí sola, compensa arquitectónicamente todas las zafiedades cometidas en la ciudad. Y argumento así: ¿Qué es la arquitectura sino esa interminable historia de vanos ensayos de amor y odio, de sexo y esterilidad, de dominio y humillación que se escribe cada día en cada despacho/burdel?; esa pesadilla insensata en que cada uno quiere ser cada cual y en la que no se hace otra cosa que crear muerte: Moneo y la Baronesa von Thyssen, Hitler y Speer, Bohigas con Isozaki (un asunto de homosexualidad), Franco con Gutierrez Soto, Nuñez y Navarro con su harén. Una pesadilla que empezó después de Brunelleschi (Benévolo inicia la historia de la arquitectura con Brunelleschi) y que ha tenido muy pocos momentos que hayan podido escapar a la vorágine (a la memoria me viene Le Ronchamp). Pues bien, uno de ellos, pienso yo, será la aguja de Foster. La cúpula, y la aguja. Dos concursos limpios. Dos artefactos suspendidos encima de la ciudad y más allá de la ciudad. Dos no-arquitecturas, pues sus signos y proporciones trascienden a todas las historias que una y otra vez se suceden abajo. El “amor divino” que ocupa el lugar del imposible “amor humano”. Sus señales, sus profetas; otra religión, otros dioses. Otra negación del hombre, si se quiere, pero cómo no caer de vez en cuando en la tentación de la divinidad; ¿quién no lo hace? ¿quién resiste el asombro del niño ante la caracola semienterrada en la arena? A veces la arquitectura nos da estas sorpresas y conseguimos vislumbrar signos de los dioses innominados. Aunque luego nos hagamos irremediablemente independientes de los dioses y hagamos comparaciones odiosas. Porque hay que comparar, por supuesto que hay que comparar, aunque con ello nos construyamos nuestra propia soledad (“A mi alrededor alguien era inteligente y apreciado y querido, cuando no hacía comparaciones” Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte, pág. 46)
Barcelona, como España toda, como España que es hoy más que nunca, ha permutado el seny por el disseny alcanzando el estado general de delirio por el que este país atraviesa. Pero ha tenido la suerte de que a las reproducidas y desgastadas agujas de Gaudí le haya sucedido otro dedo que apunta el cielo. Y eso sí que es suerte.

martes, 13 de febrero de 2007

NUEVA YORK


(Publicado en la revista de La Rioja del Lunes el 8 de junio de 1992 para acompañar, más o menos libremente, unas fotos de Jorge Elías. El contenido del artículo puede perfectamente entenderse sin las fotos.)

“El que desde lo alto de la Estatua de la Libertad contempla la espléndida bahía de Nueva York no se siente inclinado a dejarse llevar por reflexiones históricas. La naturaleza le sume en su abierto presente, que por las dimensiones excepcionales del paisaje parece más cósmico que geográfico, como privado de ritmo y vicisitudes temporales. Cierto es que millones de hombres habitan aquel gran escenario, mas para ponerse a tono con él han erigido construcciones gigantescas en que la vida parece haberse como amortiguado por la magnitud misma de la obra.
Con el auxilio de los prismáticos descúbrese, como en el caso de una preparación histológica examinada a través del microscopio, la pululación de vida (...) y hasta en los bloques de los lejanos rascacielos se adivina la agitación de sus habitantes. Pero si el observador se limita a emplear los medios que sus ojos le ofrecen, el espectáculo es tan vasto y comprensivo que resulta inerte”.

Luis Diez del Corral, Del viejo al nuevo mundo.

Pues bien, en la aparentemente inerte Nueva York hay gente, aunque en la calle no tanta como a menudo muestran los teleobjetivos aplastando las largas avenidas en pocos metros. La relación entre la magnitud de los edificios y la densidad humana en la calle no guarda la proporcionalidad de una ciudad convencional, así que una de dos, o muchos de los pisos están vacíos o, como en Moscú, la mayoría de ellos están llenos de gente que apenas pisa la calle.

Por debajo de las calzadas y aceras, claro está, también hay gente. A juzgar por el humo que sale de debajo de la tierra, por la cantidad y sonoridad de las tapas de registro o por las gigantescas dimensiones de las alcantarillas que se adivinan desde las bocas de los pozos o desde las vertiginosas rejillas de las aceras, allí debe haber otro mundo. En el metro, sin embargo, los apretujones son menores que en Madrid o Barcelona.

La segunda observación que cabe hacer con respecto a los humanos, es que la gente de Nueva York es muy normal, esto es, que no guardan tampoco relación proporcional con el gigantismo de los edificios. Los neoyorkinos no son gente más grande de lo común, ni más fiera, ni más atropellada. En las fotos que aquí se muestran puede vérseles vendiendo pescado, yendo al trabajo, haciendo compras o simplemente paseando. El contraste entre la gente normal (no la de las películas) y las dimensiones de la escena urbana es, cuando menos, chocante.

Que los hay de todas las razas pudo ser en otro momento una curiosidad añadida, pero últimamente, con la proliferación de ciudades europeas interraciales, no llama excesivamente la atención. Y respecto a la vestimenta, esa segunda piel que en algún momento sirvió para caracterizar a todo un pueblo, a estas alturas del siglo es tan anodina como en cualquier otra parte del mundo, es decir, que no dice nada especial.

Sin embargo ellos saben que viven en una ciudad singular, una ciudad que no tiene parangón en el resto del mundo, una ciudad que probablemente ya no sea una ciudad sino algo, como decía Luis Diez del Corral, de dimensiones cósmicas, un extraño vértice de un mundo redondo. Otras gentes viven en escenarios tan grandiosos o más que Nueva York, pero son siempre naturales: el valle de Innsbruck, el macizo de Riglos, Nepal o Zermatt. Sólo en Nueva York los acantilados son de creación humana. Los habitantes de los valles más grandiosos de la tierra viven en contacto con sus orígenes. Quizás los de Nueva York empiecen a vislumbrar con cierto escalofrío su final. Por eso son muy humanos, muy normales; seguramente más normales que en el resto del planeta.
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No hace mucho, Paul Simon, el famoso cantante neoyorkino que en los últimos años se ha puesto a grabar discos con gente de la selva, descubrió a un grupo de rapperos del Bronx y, como le gustaron bastante, dijo: “Hombre, quizás grabe un disco con ellos; al fin y al cabo son vecinos míos”. El comentarista de televisión añadió en tono jocoso: “Pues si se dedica a promocionar a grupos musicales por el hecho de que sean vecinos de Nueva York, lo va a tener claro...”

La posibilidad de encontrar en Nueva York absolutamente de todo y además en gran cantidad la resume una anécdota que le ocurrió a un músico europeo de jazz que acudió a tocar a los garitos neoyorkinos. El promotor de la primera velada le preguntó si conocía a alguien con quien tocar y como le respondió que no, le pasó una larguísima lista de diferentes instrumentistas. Al no reconocer nombre alguno puso el dedo al azar y llamaron a un saxo tenor que resultó ser un taxista. Cuando le hizo una prueba se quedó asombrado de su técnica y de la cantidad de temas que conocía.

Pero si en vez de músicos buscamos pintores, escritores, arquitectos, fotógrafos, directores de cine, actores o bailarines, los encontraremos a patadas. Y como en el caso del taxista, muchos ejercen varias profesiones a la vez, como ese cómico mediocre llamado Woody Allen que además de ser aficionado al psicoanálisis y al cine, toca (bastante mal –según Javier Dulín que le vió en su garito) el clarinete.

Lo curioso de todos ellos es que, salvo contadas excepciones, nunca constituyen un estilo o una escuela que pueda llamarse “de Nueva York”. A diferencia de otras ciudades como Nueva Orleans, como Detroit o como Nashville, en que las raíces, el provincianismo, el monocultivo o la autodefensa contra un medio hostil les aglutina, en Nueva York nadie quiere apoyarse en nadie. Cada creador, cada artista, hace la guerra por su cuenta y se olvida del resto a sabiendas que las avenidas de Nueva York están abiertas al mundo entero y que desde las alturas de los rascacielos la voz del artista no encuentra más obstáculo que el de la inmensidad del éter.

Agotadas las ciudades europeas como fuentes de inspiración de las camadas de artistas, cuando un creador europeo está perdido o agobiado, una de dos, o se va al desierto, o se viene a Nueva York.
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Paraíso o selva, Nueva York siempre está en los límites de lo entendible por la humanidad, por eso, como el paraíso o como la selva, Nueva York carece de límites. Y también, como el paraíso o como la selva, carece también de centro: o si se quiere, su centro es lo más parecido al paraíso o a la selva, es decir, Central Park. Pero en cierto sentido, la isla toda de Manhattan funciona como centro de un gran conglomerado urbano que más allá de sus barrios (Queens, Brooklyn, Long Island o el Bronx) alcanza a otros estados como Nueva Jersey o Connecticut. Una gigantesca ciudad es el centro de sí misma. Si según la vieja concepción, la ciudad es cosmos y la naturaleza el caos, en Nueva York esas distinciones han desaparecido.

Aunque, por otra parte, hay edificios que por sí mismos tienen entidad propia de ciudad: del Rockefeller Center, del World Trade Center, o más recientemente del World Financial Center se dice que son en realidad, cada una, una ciudad metida dentro de la ciudad. Paradojas que serían muy del gusto de Borges.

Paradojas al margen, la sorpresa surge cuando se observa cómo la propia ciudad es capaz de desaparecer en su interior. La fotografía adjunta, por ejemplo, que refleja un aspecto completamente suburbial, está tomada en la Sexta Avenida a la altura de la calle Veinticuatro. No es un caso infrecuente: el Lower East Side, el Village, el Upper West Side y ya no digamos Harlem, están llenos de unos “huecos urbanos”, unas discontinuidades que recuerdan a las de Berlín pero sin bombardeos previos o muros comunistas. Albumes de fotografías tomadas desde el mismo punto de vista con una diferencia de varias décadas, como “New York, Then and Now” de Edmun V. Gillon, muestran a menudo que lugares llenos de vida hace cincuenta años ofrecen actualmente un aspecto desolador. Nueva York ha traspasado en sólo dos siglos los límites históricos de las ciudades que crecen en mancha de aceite, originando en su interior vastos solares que si, por un lado, ofrecen un rostro decrépito, por otro, encierran amplias posibilidades y esperanzas de un nuevo futuro. Algo verdaderamente inconcebible desde la ciudad europea sin la mediación de una guerra: “Nueva York se destruye continuamente a sí misma y del mismo modo se regenera continuamente” (Heinrich Klotz, catálogo de la exposición “20 años de arquitectura en Nueva York”).

Y aun sin destrucción física, la vida se traslada de unos edificios a otros y de unos barrios a otros con tal celeridad que distritos como el Soho o el Village han conocido ya en su corta historia un par de muertes y resurrecciones.

Cuenta Eduardo Mendoza en un librito sobre Nueva York (Ediciones Destino) que la primera manifestación que allí vio fue contra la apertura de un Burger Mac Donald en Jackson Square. Como no daba crédito a lo que veía se acercó a indagar los motivos de la protesta y sacó la extraña conclusión de que los vecinos veían en dicho local el signo inequívoco de una pronta y rápida degradación del barrio (!).
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Si los huecos urbanos y la mezcolanza de usos (almacenes, industrias, viviendas, oficinas) hacen de Nueva York un nuevo caos o una amorfa esponja, el contrapunto consiste, cómo no, en los gigantescos rascacielos de hierro y cristal del Finnancial District o del Midtown.

Cuando un europeo entra por primera vez en Manhattan, la primera impresión es precisamente la de la sucesión de extraños corredores o desfiladeros geométricamente dispuestos. Al principio parecen extravagantes e inhumanos, pero a poco que uno se plante ante ellos descubre que al igual que en los desfiladeros naturales, las paredes no son continuas y que tras un impresionante farallón, es posible siempre encontrar las nubes y el cielo. Uno se acostumbra mucho antes de lo que se imaginaba. Los rascacielos acaban por no ser agobiantes, incluso se podría decir de ellos lo contrario: que son siempre, para el ciudadano, referencias próximas, avisos inequívocos de la escala de la aglomeración urbana en que uno se encuentra; perfectos intermediarios entre el hombre y la ciudad toda.

Frente a la homogeneidad de las calles corredor de la vieja ciudad europea, la sucesión de los rascacielos está siempre llena de discontinuidades. Mientras que los telones de las casas de pisos representan en la ciudad decimonónica la cohesión social lograda por una burguesía triunfante, los rascacielos neoyorkinos son fruto más bien de la soledad de la empresa, de la sociedad anónima o de la feroz competitividad de las compañías comerciales. “La fuerza de Nueva York está en la falta de homogeneidad de su construcción, en la falta de una tipología que la singularice, y en ser una colección autónoma de objetos autónomos organizados sobre una malla ortogonal” (Bruce S. Fairbanks, op. cit.).

El episodio más conocido de esa singular batalla por destacar sobre la competencia fue la vertiginosa carrera en pos de la altura emprendida al final de los años veinte, cuando el Chrysler Building (1930, arquitecto William van Allen) se guardó bajo la manga una aguja de 185 pies de altura para poder derrotar en toda regla y a última hora al Banco de Manhattan (1929, arquitecto H. Craig Severance).
De nada le iba a servir, pues a medio camino entre uno y otro, entre el Midtown y el Downtown, el Empire State Building (Shreve, Lamb & Harmon, 1931), emplazado en el solar de uno de los lugares más emblemáticos y frecuentados del viejo Nueva York (el del primitivo Hotel Waldorf Astoria), jugó a ganador desde la calle treinta y cuatro, y eso que después del crack del veintinueve, sus promotores ya se veían en la bancarrota.

Encontrado por ahora un límite físico en la competición de altura allá por los cuatrocientos metros, la partida se ha desplazado al campo de las formas. Pasadas de moda las grandes cajas de hierro y cristal, el indiscutible campeón es el arquitecto Philip Johnson, que va señalando la ciudad aquí con un lipstick, allá con un reloj chipendale y, hasta en el Finnancial District, con un rascacielos almenado (!).
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Pero el problema más grave de una urbe del siglo XX no son las gentes, ni su soledad, ni la ausencia de centros, ni las demoliciones, ni sus rascacielos. El cáncer de las ciudades es el automóvil. ¡Y casi todas las ciudades del mundo lo han contraído!

La habilidad de Nueva York en este tema fue vacunarse. Ya en los años veinte, cuando toda la ciudad estaba surcada por los estrepitosos ferrocarriles aéreos, Robert Moses, Comisionado para Aparcamientos del Estado de Nueva York, se percató de que en pocas décadas cada neoyorkino iba a tener automóvil, así que, ampliando sus cometidos hasta rivalizar con los del presidente, no sólo extendió las zonas de aparcamiento hacia las áreas suburbanas de Westchester County y Long Island, sino que se dedicó a circunvalar Manhattan, Broocklyn y Queens con un sistema de autopistas en circunferencia unidas sistemáticamente con la red de aparcamientos, para unir la ciudad y los suburbios “de una manera que hasta entonces nunca se había hecho, prácticamente poniendo la ciudad en manos de la región” (Construyendo la capital del mundo. Robert A. M. Stern). Una apertura que, con el tiempo, llegaría a enlazar Washington D.C. con Boston en la gran megalópolis de la costa este americana.

En el origen de la política de aparcamientos y autopistas de Nueva York, Moses situó el deseo de la clase media neoyorkina en recuperar el contacto con la naturaleza mediante la facilidad de salir de la urbe. Pero la idea de que el hombre aumente su relación con la naturaleza a través de la civilización es una contradicción de tal volumen que setenta años después no ha sido aún desmontada. Los puentes de Nueva York son el emblema de ese vano empeño, el signo visible de esa contradicción (ya que los no menos numerosos túneles son casi invisibles). Gigantescas estructuras para “tender un puente” entre la ciudad y el suburbio, el suburbio y el campo, poseen en Nueva York la grandeza de su paisaje sin estar por encima de sus edificios. Gracias a los rascacielos del Finnancial District, el magnífico puente de Brooklyn de épica construcción (véase el romántico capítulo que Lewis Mumford le dedicó en Las décadas oscuras, ed. Infinito) nunca ha estado por encima de la ciudad (lo contrario que los ahora elogiados puentes de Sevilla que sí parecen estar por encima de la ciudad).
Nueva York es la primera ciudad del mundo que está a la altura de sus infraestructuras, que las ha absorbido y que se ha dado cuenta de su desvarío. Por eso quizás, sus habitantes ya no esperan salir más al exterior y han acabado por confundir el cosmos y el caos con su ciudad.


domingo, 11 de febrero de 2007

ARQUITECTOS E INGENIEROS


(Escrito en septiembre de 1999, este artículo lo envié a El País y a la rev. Arquitectura, medios ambos que lo rechazaron con la callada por respuesta, así que sólo se ha publicado en el n 49 del boletín del Colegio de Arquitectos de la Rioja llamado ELhALL.)

Hasta hace sólo unos cinco siglos, todo lo que nosotros venimos llamando Arquitectura, desde Stonehenge hasta Luxor, desde el Partenón al Panteón o desde Santa Sofía a la catedral gótica, no son sino edificios para el rito o para la oración, es decir, expresión pétrea de la relación de los hombres con sus dioses. En el deseo de agradar a la divinidad, en la inspiración que de ella reciben, o incluso en la temeridad de ponerse a su altura, hay que aceptar que el “archi” de tales edificios, esto es, el “primero en la obra”, no es el hombre sino Dios.

De cinco siglos para acá, sin embargo, la Arquitectura empezó a ser más bien cosa de hombres, pasando los dioses a un segundo plano hasta ser eliminados definitivamente por una divinidad sustitutoria llamada Arte o Estética, representativa del propio buen hacer y bien pensar de los hombres. Quienes construían, esculpían o pintaban dieron en llamarse artistas, y sus nombres más destacados fueron instalándose en el nuevo Olimpo de las Historias del Arte inventadas al efecto.

Agotada esta divinidad mucho mas rápidamente que las míticas o religiosas, y caídos los artistas en repeticiones estériles y aburridas de cualesquiera de las formas históricas, bien de la época de los dioses o de la de los propios artistas, apareció a finales del siglo pasado y comienzos de éste una nueva forma de construir ajena a divinidades y a estéticas en la que el joven Le Corbusier creyó ver la única manera de repetir las emociones y los logros edificatorios de los dos estadios humanos anteriores: la nueva arquitectura emergente, la arquitectura del siglo XX (y de los siguientes) habría de ser aquella que se fundamentara en la propia técnica del construir y en la pureza matemática del cálculo. A la arquitectura de esta nueva era se le dieron nombres no del todo claros tales como racionalismo, funcionalismo, o aún más confusamente, arquitectura moderna, quizás porque sus descubridores, los arquitectos, no podían aceptar, por una cuestión gremial, que esa arquitectura del futuro era la que sus competidores ingenieros empezaban a practicar en las obras públicas o en las máquinas que, en otro tiempo (véase el Vitrubio) eran también competencia de los arquitectos.

Así las cosas, la historia de la arquitectura del siglo XX no parece ser otra cosa que el empeño en ocultar o en retrasar el advenimiento de la arquitectura de los ingenieros. La historia del descubridor mencionado, por citar el ejemplo más representativo, es la de un regresivo amaneramiento estetizante. Por otro lado, cuando un ingeniero realizaba obras vibrantes propias de su método, aparecía un arquitecto reclamándolo como propio. Valga este ejemplo: “Eduardo Torroja, una figura mundial en su campo de actividad, muestra que un ingeniero, lejos de cualquier visión de corto alcance, puede representar una nueva y amplia ola de humanismo”. La frase es de Richard Neutra en 1959 y la recojo de uno de tantos escritos como se publican estos días en homenaje al autor del hipódromo de la Zarzuela.

Pues bien, mientras la cultura oficial, la de las escuelas de arquitectura, o la de las revistas de formación de masas, se ha quedado estancada sin desbrozar esa confusión, dedicándose por el contrario a tranferir el viejo elenco de artistas de la arquitectura al nuevo olimpo de artistas del espectáculo, mientras en los Ministerios de Educación o de Cultura, como digo, no se enteran, en el muy español Ministerio de Fomento, sin embargo, una lúcida pluma redactó este año una Ley de Edificación en la que por lo visto no aparecía ni la palabra Arquitectura ni mención alguna a arquitectos, –¿o era copia de alguna ley de edificación de países europeos más desarrollados?

El caso es que al gremio de arquitectos (que como luego demostraré no es ya sino el de unos ingenieros camuflados con su viejo nombre) esto le resultó intolerable y lanzó sus naves al ataque, es decir, impulsó al habilidoso Presidente del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos, Jaime Duró a que se moviera por los despachos de Madrid, engatusando a ministros y diputados y pactando competencias del pastel de la edificación con otros gremios para que en nuestro país, al menos, todo siguiera como antes. Vosotros os quedais con los puentes y las carreteras, a nosotros nos dejais los bloques de viviendas, y a esto último le seguimos llamando arquitectura. ¿Vale?. Operación de maquillaje que sólo algunos pocos profesores ya habían denunciado en sus escasamente leídos escritos. Joseph Ryckwert, por ejemplo, decía que “la arquitectura profesional aspira, en la actualidad, a la dignidad propia de cualquier otra operación comercial habitual. Entre todos aquellos que aún se califican de arquitectos sólo una mínima minoría muestra algún interés por las complejidades culturales; hace ya bastante tiempo que la edificación social y el alojamiento de masas ha usurpado el lugar de la arquitectura” , o Félix de Azúa, ajustándose aún más al tema aquí tratado aclaraba: “Los actuales estudios de arquitectura crean ingenieros del almacenamiento humano” (Diccionario de las Artes, Planeta, págs. 40 y 43).

Para entender que la arquitectura es una reliquia de la historia o un capítulo bastante sinsustancia de la actual cultura del espectáculo, es preciso mostrar en la otra cara de la moneda la compatibilidad de caracteres entre ingeniería y operación comercial. Cualquier gerente de medio pelo sabe –y dice– que es mucho mejor tratar con ingenieros que con arquitectos a la hora de encargarles proyectos. ¿Por qué?. Muy sencillo: no sólo el método de trabajo del ingeniero, exclusivamente técnico y cuantitativo, es el mismo que el de cualquier gerente empresarial, sino que también sus finalidades, eficacia y rentabilidad, son coincidentes. Quien sirve al nuevo dios que es el Dinero, trabaja sólo con números, y encuentra a su hermano en aquel que edifica atendiendo a cuestiones cuantitativas, esto es, el ingeniero. Todo arquitecto que no se haya convertido en un ingeniero en los últimos cincuenta años de profesión, o ha saltado al mundo del espectáculo como una cantante de coplas, o se ha quedado sin clientes por incompatibilidad de caracteres.

Algunos arquitectos y Colegios de Arquitectos para mantenerse aún como gremio sólido en el mercado vienen planteando últimamente para sus trabajos un control de calidad o visado de calidad que es a todas luces un puro engaño de términos, un eufemismo tan tramposo como el de tantos políticos de la violencia a los que estamos acostumbrados: ¿o es que somos tan tontos como para no saber que el visado de “calidad” es el control de la “cantidad” de planos, de la “cantidad” de sus escalas, de la “cantidad“ de sus documentos, de la “cantidad” de sus cálculos, etc., etc., etc., es decir un visado ingenieril en toda regla?.

En fin, solo algunas instituciones públicas, pésimas administradoras del dinero y tristes herederas de las vanaglorias de la aristocracia o de la burguesía, sostienen en ejercicio a algún arquitecto con el lamentable deterioro de las ciudades que de ello se deriva: desde la espantosa plaza del Pilar en Zaragoza hasta las torturadas calles y plazas de mi Haro querido. (La lista que puedo aportar en este apartado es interminable).

Pero con todo, no es mejor el panorama de aquellas obras de ingenieros quienes, por optar a los mismos elogios que Torroja, pretenden hacerse pasar por arquitectos cuando desconocen por completo la cultura del proyecto y sus procesos críticos. Incapaces de aceptar su simpleza o de entender su tiempo juegan a la estética con parecido acierto al de esas nuevas sectas religiosas que reinventan ritos y dioses.

Ahora bien, cuando el arquitecto ya ha desaparecido del todo y el ingeniero se limita a ser ingeniero construyendo toda la ciudad, ésta toma un aspecto tan frío, anónimo y anodino, como el del cálculo y el número. Las ciudades funcionan mejor que antes pero sus habitantes se dan desesperadamente a la bebida o al suicidio. El año pasado visité dos paradigmas de ciudades modernas construidas casi enteramente por ingenierías: Seinajoki, en Finlandia y Darmstadt, en Alemania. Las dos tenían vestigios gloriosos de la arquitectura de los arquitectos que eran guardadas, visitadas y veneradas como las reliquias de los santos de la época de los dioses, pero el grueso de la ciudad, por no decir toda la ciudad excepto esas reliquias, era perfectamente traspolable de una a otra, o de esas ciudades a cualquier nuevo barrio de cualquier ciudad del mundo.

Pero si la santidad no se ha alcanzado nunca a base de tocar todas las reliquias existentes, la ciudad tampoco volverá a tener nunca arquitectura por mucho que conservemos su memoria, –y en esa tarea hay cada vez más gente empeñada inútilmente. El pasado es siempre irrecuperable y si desde la Estética no se podía volver a Dios desde la Ingeniería no se puede volver a la Arquitectura.

Admitamos al fin que nuestra época, llena de chismes, inventos y comodidades técnicas es menos hermosa que la época de los mecenas y sus artistas, y menos confiada que cuando los hombres se trataban con los dioses. En el curso de la historia cada época conserva a gentes de la anterior, así que en la nuestra se da mucho el vicio del panteísmo, esto es, ese tipo de gente que confía aún en su Dios, mira a los artistas y a los objetos de arte con especial veneración, y rinde culto a los automóviles, telefonomóviles, chips y aires acondicionados. Son gentes que se toman a los dioses a la ligera como una saga de benefactores a su servicio. Por el contrario, quienes aún tienen una idea mucho más seria o más clara de Dios, saben perfectamente que el dios único de nuestros días es el Dinero, y que el arquitecto de ese dios, es el Ingeniero.

sábado, 10 de febrero de 2007

LIGAR O TEORIZAR


(Otra de las muchas cartas remitidas a El País y nunca publicadas.)

Una cosa es teorizar sobre arquitectura y otra querer ligar. La columna de Vicente Verdú en El País de 20 de marzo de 1997 es un intento de lo primero que trasluce un deseo de lo segundo, porque cuando alguien hace hincapié en las diferencias entre sexos ante un asunto del pensamiento es que está invocando diferencias menos espirituales con fines menos confesables.
Cierto que nadie es capaz de colocar una línea que delimite los aspectos en que hombres y mujeres somos iguales de aquellos otros que nos separan, pero si hubiera que adscribir la actitud creativa arquitectónica a alguno de los dos campos, no cabría duda alguna.
Decir que los promotores son tan machos y fríos como el capital y que los arquitectos son sus sicarios racionalizadores es tan verdad como que el mundo ha sido y es mayoritariamente machista. Pero proponer a las arquitectas como paladines de una contraofensiva sensorial en la arquitectura es una clara afrenta a las propias mujeres (a quienes una vez más se les sitúa fuera del territorio de la racionalidad) y un olvido imperdonable de las contribuciones a una arquitectura plenamente humanizada, y no sólo fría y racional, de tantos y tantos arquitectos.
Cuando se mencionan las diferencias sexuales es, en el mejor de los casos, para mitigarlas, esto es, para ligar, pero no para hacer avanzar la teoría. Así que, suerte señor Verdú.